domingo, 30 de octubre de 2011

Rectificar es de sabios,
y preguntar, también




Puedo permanecer años aquí arriba, pero el mar no me dirá nunca nada. Ahora yo me bajo, vivo en la tierra y de la tierra durante años, me convierto en alguien normal, luego, un día, me marcho, llego a una costa cualquiera, levanto la vista y miro al mar: y allí lo oiré gritar. ("Novecento", Alessandro Baricco)




Es curioso el efecto del mar en las personas que han nacido junto al mar. De ínsula o península, los nativos de las costas están hechos de mar, son criaturas marinas, sirenas asustadizas que no pueden permanecer mucho tiempo alejadas de su guarida. Sin embargo, en un momento de sus vidas algo les impele a dejar el mar. Como si necesitaran echarlo de menos, como si tuvieran que bajarse del mar para ver el mar. Resulta sobrecogedor escuchar cómo hablan de su mar cuando están lejos del mar, con qué pasión, con que violencia añoran el mar y sufren su ausencia, y al mismo tiempo, ver cómo se resisten a volver. Son como un pez de mar en el río o un pez de río en el mar: primero se traslada, luego se ahoga, después se arrepiente y por último, o vuelve a su origen, o se muere. Pero como caer en la cuenta del error cometido es de sabios, y rectificar, aún más, las criaturas de mar, sabias como ninguna, siempre rectifican. Nada les puede sujetar tierra adentro. Ni nadie. Para ellas el mar es el primer amor del tango, siempre vuelven a él.

Hace unos meses yo escribía la siguiente reflexión, después de asistir a una presentación de vinos a la que mi amigo Alfredo Maestro me había invitado.


He estado mucho tiempo apartado del mundo del vino, pero no del vino.

Durante demasiado tiempo no he asistido a evento enológico alguno, público o privado, ni presentaciones, ni muestras, ni forums, ni catas, ni nada. Mi relación con el vino durante este tiempo se ha limitado a disfrutar de él en la intimidad de mi casa y, a veces, en alguna comida con alguien muy allegado. Nada más. Sistemáticamente he rechazado invitaciones de amigos (muy buenos amigos) que, por otro lado, deseaba aceptar. Pero es que necesitaba un tiempo de pausa, de parón total. Como escribió Alessandro Baricco en su obra “Novecento”: “Después de treinta y dos años de vivir en el mar, bajaría a tierra, para ver el mar.”

Tenía que bajarme del mar para ver el mar, tenía que alejarme del vino para comprender al vino.


Ahora que ya ha pasado un tiempo y que se puede decir que también yo he sido un pez alejado del mar que ha acabado volviendo de cabeza al mar, no dejo de asombrarme ante la razón que tiene esta metáfora del genial Baricco. En muchas ocasiones de la vida es necesario parar, alejarse de aquello que amas, mirarlo desde lejos hasta sentir que lo has comprendido y que es el momento de volver al principio. La costumbre es mala cosa, y muchas veces se nos hacen invisibles luces que hasta hacía poco nos habían deslumbrado.

A mí me ocurrió con el vino lo que a Novecento con el mar, y curiosamente no deja de ocurrirme a menudo, eso de tener que bajarme del mar para ver el mar, aunque la situación se vista con un vestido u otro. Será que no he aprendido la lección y que tengo que repetirla hasta que la aprenda.

Hace unos días asistí a una sesión de cata. Asistí por varias razones, y digamos que sobre todo por error. Ocurrió que por alguna razón pensé que se trataba de algo nuevo y diferente, algún tipo de sesión de análisis sensorial aromaterapéutico o qué se yo, pero lo que encontré fue una cata convencional dirigida a un público neófito. Es decir, una cata de vinos variados y comunes para principiantes.

Una vez consciente de ello y superado el momento inicial de estupor, y considerando varios factores (por ejemplo, que ya estaba allí, que ya había pagado, que el local era muy agradable, que en la calle llovía, que había un par de vinos que llamaron mi atención, que vi a alguna persona conocida…) opté por quedarme y pasar un rato agradable catando algunos vinos y recordando mi primer curso de cata en la UEC el año no sé cuántos, al que asistí tan emocionado como se veía que lo estaban los asistentes a éste.

Los vinos fueron lo que tenían que ser, no me detendré en ellos, pero sí que hablaré de algo sorprendente que hizo que la jornada se acabara convirtiendo en especial para mí, y que me hiciera alegrarme de haberme quedado.

Fueron las preguntas.

Sí, las preguntas, esa cosa tan peligrosa que incomoda a quien la recibe y provoca ansiedad al que la hace, las preguntas cuyas respuestas casi siempre no hacen más que aumentar la sed del que las tiene, las preguntas que a veces, por las ganas de saber, uno se responde a sí mismo antes de ser formuladas a quien debe responderlas. Las preguntas, en resumen, que más que las respuestas hablan a voces de quién las pone sobre la mesa.

En este caso, me refiero a las preguntas sobre el vino de personas cuya única relación con el vino había sido beberlo de vez en cuando y saber que les gustaba, y cuya única información disponible acerca del mismo era su color y alguna campana que les sonaba sin saber muy bien dónde.

Como muestra dejo aquí las que llegué a anotar, preguntas que fueron lanzadas al viento con todo interés e inocencia por diferentes participantes, y a las cuales la ponente dio cumplida respuesta de forma precisa e impasible, sin el menor asomo de duda o sorpresa, imperturbable como una croupière de casino.


-¿Considera que el anterior vino es más completo que éste?

-¿Tiene que ver el grado de alcohol con tener que tomarlo del año o del pasado?

-Tempranillo es la variedad de uva, no tiene nada que ver con el tiempo, ¿verdad?

-¿Conviene envinar la boca antes de pasar al siguiente?

-A mí me emborracha más el tinto que el blanco; ¿tiene eso relación con los taninos?

-¿Es verdad eso de que un vino lava a otro?

-¿Qué significa maceración carbónica? ¿Que se añade carbono al mosto?

-He visto un sitio donde mezclan varias uvas, Cabernet Sauvignon, Somontano, etc.

-¿A este vino le añaden especias en algún momento?

-¿Y cómo es posible que un vino huela a fresa o a manzana o a sandía si está hecho con uvas?


Admito que al principio caí en el error de la costumbre de ver el mar, y sonreí con exceso de suficiencia; y es que, por desgracia, una vez que alguien sabe algo, aunque sea poco, automáticamente da por hecho que lo sabe desde siempre, cuando la verdad es que nadie nace sabiendo más que tres cosas: comer, descomer y llorar. Todo lo demás, se aprende. Afortunadamente recordé algo que dijo un amigo: “Ante la inmensidad del mundo del vino, todos somos aficionados”, lo que me empujó sin miramientos hasta desembarcar a trompicones y así, una vez recibida la merecida cura de humildad, poder mirar al mar y desenvolver el regalo que esos otros aficionados me estaban haciendo.

Como decía antes, preguntas para aprender de ellas, mucho más que de las respuestas, ¿verdad que sí?




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