Agua de verano
Un cuento con banda sonora
No me gusta conducir. El coche es el mayor mal necesario de
mi vida. Me gusta viajar, me gusta estar en los lugares, no me gusta ir, no me
gusta trasladarme, no me gusta el viaje, no me gusta la carretera, no me gusta
salir, me gusta llegar, me gusta estar.
Circulo por la N-110, temprano por la mañana, ya muy cerca
del pueblo al que hacía tanto que no volvía. Los árboles a ambos lados de la
carretera, una vez abandonada la autovía, son mi mayor consuelo. Otro lo es la
música que siempre pongo cuando conduzco. No me gusta el silencio, tampoco
pongo demasiado las noticias, llevo el coche lleno de CDs, cuyos contenidos armonizan
con todos mis posibles estados de ánimo. Los que me calman, los que me animan,
los que me alegran, los que me entristecen, los que me emocionan, los que me
hacen llorar, y a veces, hasta los que me enfadan. Hoy llevo conmigo una
canción, que me acompaña desde que salí de casa por la mañana, haciéndome más
llevadero el complicado momento del ir.
Todo comenzó por la mañana, como comienzan las cosas que son
de verdad valiosas e importantes: por casualidad, sin pretenderlo, sin
buscarlo. Había dormido mal toda la noche. Sueños de esos que sabes que has
tenido pero que se esfuman apenas te despiertas, vueltas y más vueltas en la
cama, insufrible dolor de huesos y cansancio en lugar de descanso al abrir los
ojos. Y al hacerlo, comprender de golpe el porqué del ansia con que había
amanecido, la certeza absoluta de que me tenía que marchar de casa para hacer
algo.
Hacía mucho que no lo hacía y ya me estaba desesperando por
no poder. Me hacía falta, lo necesitaba, lo echaba de menos. Tenía que hacerlo.
Tenía que volver a hacerlo.
Tenía que escribir otra vez. Tenía que encontrar un cuento
que contar.
Así que me preparé para irme al lugar donde sabía que podría
construir un nuevo cuento, un pueblo de la sierra cercana a Madrid, en la
provincia de Segovia, mi ciudad materna. Fue entonces cuando lo descubrí. Andaba
organizando el maletero del coche antes de salir y lo encontré, al fondo de una
bolsa de material reciclable para varios usos de un hipermercado. Una caja con
CDs grabables, grabados hace años con música italiana variada. Los miré uno por
uno, mientras se dibujaba una sonrisa en mi rostro y empezaba a recordar. Entre
ellos uno, en el que sólo había
escrito el nombre de la cantante, llamó mi atención de golpe. Curiosamente recordaba bien los otros, pero
no éste. Era como si nunca lo hubiera tenido, aunque no había duda: el nombre había
sido escrito con rotulador azul indeleble por mi mano.
Hay muchas canciones en ese disco, todas tranquilas,
envolventes, arrulladoras como la voz de la cantante, quizá más adecuadas para
una noche en compañía que para un viaje en coche en soledad. Todas me dicen
muchas cosas, pero hay una que desde el primer acorde desencadena la cadena de las
emociones. Cuando la escucho ya no soy capaz de escuchar ninguna más, y paso el
resto del viaje oyéndola y volviéndola atrás una y otra vez. El rasgar envolvente
de una guitarra, un teclado, una suave percusión y una voz de mujer, llena de
sonrisa y dolor velado, que me repite una frase, aquella frase, su frase en mi
memoria…
Vorrei illuminarti
l'anima.
Llego a Pedraza temprano. Detengo el coche en la explanada
al fondo, donde siempre, justo enfrente del castillo medieval. Escucho una vez
más la canción y, a regañadientes conmigo mismo, apago el reproductor y salgo
del coche, llena mi cabeza de música y recuerdos. El aire fresco de la sierra
me recibe, me hace respirar, inspirar y suspirar. No pierdo mucho más tiempo allí, tan sólo
saludo a la mole del castillo, y enfilo calle abajo para perderme entre sus
calles estrechas.
Pedraza es un pueblo turístico, sin duda alguna, pero que conserva
toda su magia protegida e incólume. En este lugar no se puede construir salvo
al estilo pedraceño, casas bajas y de piedra; no hay tráfico circulando salvo
para llegar al aparcamiento, fuera del pueblo; no hay ruidos, todo es calma, el
lugar ideal para encontrar palabras y perder silencios.
Es pronto, pero ya el aroma a leña ardiendo inunda el aire.
Camino sin rumbo fijo con los ojos entrecerrados, inundándome de aire y humo y
aromas a leña y pan. Me detengo en una fuente de piedra, y bebo agua a chorro, dulce
y natural. Me empapo manos, rostro, camisa y hasta los zapatos, pero no me
importa. Ya hace calor, se agradece el frescor del agua. Justo al lado está la
Tahona. Entro y compro pan, pan grande y tierno, blando y de corteza crujiente,
pan suave y aromático, aún caliente, agradable de oler, de comer y de tocar; y magdalenas
artesanas, de las que se endurecen después de sólo un par de días. Pero no
importa, porque aunque mi debilidad no sea el dulce, las acabaré antes de que
finalice el día. Dejo todo en el coche, donde sé que la compra me recibirá, a
su modo, cuando vuelva a entrar en él.
El clima es benévolo, el mejor del año, fresco y cálido a un
tiempo, sol y azul del cielo, animando a alternar luz y sombra. Camino apaciblemente
calle arriba y calle abajo hasta que la consistencia del aire cambia de
repente. Se hace más denso, más espeso, deja de oler sólo a leña y pan y
comienza a oler a carne asada, a grasa, a sal, a vino.
Llego a la Plaza Mayor. Siempre me emociona entrar en ella,
que me reciba con su incansable ajetreo. Aún es pronto para la comida, de modo
que me siento en una mesa bajo una sombrilla, a la puerta del restaurante, pido
un vino blanco y frío y espero, admirando el continuo deambular de gente
decidiendo si come, cuándo o dónde, sin darse cuenta de que ya es tarde para
plantearse esas preguntas. No sé qué vino es, peleón sin duda, pero me refresca
y me hace recordar que hay veces en que el vino es lo de menos entre dos
personas. En realidad, siempre es lo de menos.
A las tres en punto aparece por la puerta Andrés, uno de los
propietarios de El Soportal, el restaurante
que antes fue de sus padres y a no mucho tardar será de sus hijos; me ve,
sonríe y me saluda. Lo hace primero por mi apellido, pero al estrecharme la
mano rectifica y me llama por mi nombre.
-¡Hacía mucho!
-La vida, Andrés, la vida...
Pone un instante la mano en mi hombro y enseguida me
acompaña al piso alto. Subo la empinada escalera de madera detrás de él, los
escalones son altos y ya nos va costando esfuerzo. Cuando llego arriba nos detenemos
un segundo para recuperar el resuello en silencio, toma otra vez la delantera y
me guía hasta mi mesa.
Nuestra mesa.
La mesa cuadrada, pequeña, sólo para dos, en la esquina junto
al muro del final del salón, con el balconcillo, lleno de flores rojas, a la
izquierda. Trago saliva. Hacía muchos años que no ocupaba esa mesa. Mantel
blanco e impoluto, áspero; cristalería vulgar, brillante, gastada.
Andrés se queda a mi lado, en silencio, hasta que tomo
asiento. La pared, con un cuadro al óleo de la callejuela donde está la fuente
en la que he bebido, frente a mí. La ventana del balcón queda a mi izquierda,
tras la silla de madera donde ella me espera, siempre respetando la norma no
escrita del compromiso, de la intimidad y la complicidad: “Con tu amor en la
mesa siempre al lado, nunca enfrente.” El resto de los comensales en el salón, a
mi espalda.
Ella sigue siendo muy joven, tan joven como lo era cuando
nos conocimos, tanto como lo éramos ambos entonces. Pero yo ya no. Ahora nos
distancia esa juventud, la suya que se detuvo y la mía que continuó viaje,
convirtiendo ese trayecto en un escollo que hoy se haría insalvable.
Andrés deja la carta, sonríe otra vez con un inesperado rictus
de tristeza en los ojos, y se va. Al poco llega la camarera bloc de notas en
mano, preparada para tomar la comanda. Se trata de la hija de Andrés, a quién
conozco desde que era una niña que correteaba por entre las mesas, siempre
riendo. Ahora supera por poco los veinte, es morena, guapa y mucho más alta y
más seria que entonces. Nunca le he preguntado su nombre, y tampoco lo hago en
esta ocasión.
Pido lo de siempre, lo único que podría pedir en este lugar:
judión de La Granja, lechazo asado y ensalada de lechuga, tomate, cebolla,
aceite, vinagre y sal. Nada original, la más sencilla, la que a mi me gusta.
-¿Y de beber?
-Agua y vino.
Tengo que elegir el vino. La chica sabe que debe dejarme a
solas con mi decisión, y desaparece tras la puerta de la cocina. Doy una nueva
vuelta a la carta. Marqués de Riscal,
Marques de Cáceres, Prado Rey, Protos, hasta Peñascal rosado y tinto. No va a ser nada fácil elegir el vino
entre tanta indiferencia. Vuelve la camarera y deja en la mesa una jarra de
agua natural, la misma agua de la fuente, agua de la sierra, agua fría y pura; también
trae una cesta con pan, igual al que compré por la mañana, cortado en trozos
grandes, blanco y rubio, aromático y de miga esponjosa, ideal para mojar en
salsas.
La cría espera paciente mi decisión. Tengo en casa muchos
más vinos especiales que ocasiones para tomarlos, así que es una pena que
cuando llega la ocasión especial, no tenga el vino adecuado. Suspirando de
resignación pido un previsible Prado Rey,
DO Ribera del Duero.
Asiente con la cabeza, se va y vuelve unos minutos más tarde
con la botella en la mano. Me la enseña. No es Prado Rey.
-Que dice mi padre que a lo mejor prefiere este vino.
Noto un nudo en la garganta mientras me la muestra con un
ligero temblor en sus manos. El vino es también un Ribera del Duero, sí,
pero... El nombre, única palabra en la etiqueta granate, me lo dice todo sin
tener que decirme nada.
Nuestro.
Sólo el nombre y la letra “N” grabada de fondo.
N.
Reponiéndome a duras penas de la sorpresa asiento
rápidamente con la cabeza, como un niño al que le ofrecen un juguete. Ella
sonríe con alivio, lo descorcha, la miro a los ojos con aprobación pero sin
probarlo, lo deja en la mesa sin preguntar, recoge las turbias copas de vino y
agua y se va. Pero vuelve enseguida con otras copas más grandes, transparentes
y finas. Tomo posesión de la botella y sirvo el vino.
Nuestro, lo miro y
la sonrisa se insinúa ante su precioso color amoratado y límpido. Nuestro, levanto los ojos mientras
aspiro su aroma a frutas, violetas y vainilla, intenso, delicado y envolvente. Nuestro, doy el primer sorbo, cierro los
ojos, espiro el aire y espero la reacción de mis sentidos, que se alarga en ese
trago dulce y balsámico que se hace casi interminable en mi boca y mi memoria. Nuestro me dice entonces todo lo que
aquí no cabe que repita. Nuestro tiene
un nombre, y a la vez me trae de vuelta un nombre, que es el nombre de una
emoción. N. Hoy Nuestro es perfecto, así de simple, y me doy cuenta de que ya está
todo dicho.
Abro los ojos y dejo la copa sobre la mesa. En ese momento,
como si hubiera estado esperando precisamente ese gesto, la chiquilla trae el
primer plato, los judiones de La Granja.
Esta legumbre es típica de la zona, aunque haya quien diga
que es imposible que todos los judiones de La Granja que se venden provengan de
La Granja, algo así como los garbanzos pedrosillanos o los melones de
Villaconejos. Sean de donde sean, son deliciosos. Tan grandes que sólo cabe uno
en cada cucharada, tiernos, harinosos, acompañados por un contundente surtido
de chorizo, morcilla y oreja de cerdo. Y el caldo muy caliente y espeso, como
debe ser.
Apenas mojada la última traza de salsa llega el plato
principal, el cordero, que se presenta por cuartos en cazuela de barro grande y
ovalada, ardiente, con el jugo, abundante y oscuro, aún burbujeante, por lo que
la primera frase de la camarera al depositarlo sobre la mesa es “Cuidado que
quema”, dando paso, una vez que deja la ensalada, a la segunda: “Que
aproveche.”
El lechazo, el cordero recién nacido que mantiene vivo el
pueblo. Corderos de raza churra de pocos días, alimentados sólo con leche, asados
durante casi tres horas en horno de leña a alta temperatura, sólo con sal y
agua, hasta que queda la piel crujiente. Yo prefiero el cuarto delantero, la
carne es más tierna, más delicada, se deshace por dentro, ni falta que hace el
cuchillo y, si me apuran, ni siquiera el tenedor. La ensalada es el soplo de
aire fresco entre bocado y bocado. El jugo del cordero, muy sabroso, se empapa
en la miga del pan, resultando tan delicioso como el mismo cordero. El vino, nuestro
vino Nuestro, discreto y elegante,
viaja a su lado todo el tiempo sin hacer notar su presencia, sabedor orgulloso
de que lo que se notaría sería su ausencia.
Me gusta alargar la sobremesa, me gusta tomar el café
despacio, me gusta limpiar las migas del mantel con la palma de la mano, acariciándolo;
me gusta conversar, hablar de las cosas que se han olvidado, volver al vino y
luego hablar de las otras, ésas que no se pueden olvidar. Evocamos los recuerdos,
y el primero en aparecer es el último, la última vez que la vi sin saber que
sería la última, cuando nos despedimos con un “Hasta luego” sin imaginar
ninguno de los dos que ya era un “Hasta nunca”. Me dio un beso y se alejó de mí
tambaleante sin volver la vista atrás ni una sola vez, el único modo de irse
cuando se es un destello de luz.
No hay nada más frágil que un corazón que se intenta
recomponer después de que haya sido roto, no hay momento más delicado para un
encuentro que el que sigue a un desencuentro, cuando el miedo, el más fiel e
interesado consejero, hace que el corazón que se siente amenazado se esconda y enmudezca
hasta que pase el peligro. Pero eso se olvidó, y las preguntas, siempre
acechando como alimañas hambrientas, ya no son más que recuerdos de un examen fallido.
Eso es todo lo que al fin importa, no lo que pasó ni lo que pasa, sino lo que
va a pasar, porque en la vida, a fin de cuentas, nada hay mejor que lo que nos
queda por vivir.
Aliviado y renovado, bebo el último trago de vino Nuestro. Hay vinos que deben ser llevados
hasta el final, igual que una promesa.
Pido y pago la cuenta, me despido con una sonrisa de la
camarera, me despido con una mirada de la mesa y, ya en la calle, me despido con
un “Gracias” de Andrés, quien vuelve a estrechar mi mano y me reprende con un “No
tarde tanto hasta la próxima vez”.
Retorno a la fuente de agua fresca y cristalina. Tengo sed a
corto plazo. Bebo hasta saciarme, pero unos minutos después vuelvo a tener sed,
sed de agua de verano. Es el sabor intenso de la legumbre, la sal que tuesta la
piel delicada del cordero, pero es también la perenne sensación de echar de
menos, ésa que no se aplaca y que me seca la boca apenas he acabado de dar el
trago.
Ocupo el resto de la jornada caminando, despejándome antes
de emprender la vuelta a casa, componiendo las frases de mi cuento, que ya casi
he terminado, con palabras que me gustan. Me siento tranquilo, ya sólo me queda
lo más fácil: escribirlo, pero también lo más difícil: volver a escribir.
Subo al coche, que me recibe con el penetrante y cálido olor
al pan y las magdalenas que dejé dentro, por la mañana. Arranco, inspirando
profundamente, y dejo atrás el castillo, dejo atrás, otra vez, Pedraza. Durante
el viaje voy comiendo magdalenas y bebiendo agua, disfrutando del atardecer
entre los árboles. La luz se va apagando, una luz muy bonita, la luz de una
tarde de un verano que se acaba. La canción sigue sonando en el reproductor, en
mis oídos y en mi memoria, perseverando en un deseo que al final se desvela en
todo porque todo, sea lo que sea, está ante mí.
Vorrei liberarti
l'anima...
El día ha terminado. El cuento no ha hecho más que comenzar.
N. del T.
Vorrei illuminarti l'anima =
Quisiera iluminarte el alma
Vorrei liberarti l'anima =
Quisiera liberarte el alma
Nuestro
Cosecha 2006, Tinta fina 100
%, 18 meses
Bodega Díaz Bayo
D.O. Ribera del Duero
Fecha de cata: 17/09/11
Precio: 12 €
gracias maynero (creo que luis) por hacerme participe de tu cuento. me alegra saber que algunas personas disfrutan y les produce tantas sensaciones mi trabajo, te puedo asegurar que mi sueño es, que la gente disfrute con mi pan. al descubrirte hoy, ( gracias a Carmen Mesonero) he sido mas feliz. gracias a los dos.
ResponderEliminarGracias, amigo mío. Todo un placer dotar de personalidad a las cosas bellas, incluido ese crujiente, esponjoso y aromático pan que haces, como una obra de arte. Ya nada será igual cuando vuelva por allá. Será mejor.
EliminarUn abrazo.
Luis