El vino de una noche del próximo verano
“Por orden de SM Carlos III, el 11 de junio de 1782, se empieza a construir La Bodega llamada del Real Cortijo. Diseñada por Marquet, arquitecto real, y construida por D. Manuel Serrano. El lagar tendrá 900 m2 en una nave neoclásica abovedada y la bodega subterránea una superficie de 2500 m2, recorrerá casi medio kilómetro de longitud bajo el pueblo del Real Cortijo de San Isidro. El presupuesto inicial asciende a 5.810.000 Reales.”
Real Cortijo, el viaje
Otra vez conduzco fuera de
Madrid, y como siempre que hago esto por un motivo que me va a saber a vino, experimento
una emoción física que, entre otras cosas, altera el tono muscular de todo mi
cuerpo, excitándome. Es temprano, la cita es a mediodía, pero quiero llegar con
tiempo para recorrer, despacio, un lugar que no he pisado desde hace mucho. Conduzco
tranquilo; yo nunca supero los límites de velocidad, es más, casi siempre
circulo por debajo de ellos. Casi siempre es una ventaja, no superar los
límites impuestos, aunque, a veces, llego a estar casi convencido de que no
siempre lo es, sean cuales sean las consecuencias. A veces creo que no es del
todo bueno ser tan parco, ser tan bueno, tan cortés, tan correcto, tan ingenuo
en la vida. Por ejemplo, una vez un amigo que sufría de exceso de quijotismo me
dijo que, en su opinión y acorde a su experiencia, las mujeres se enamoran de
los caballeros, pero se acaban yendo con los canallas. Nunca se sabe, la
verdad. De cualquier modo, ya con mi pelo todo blanco y algo de cansancio a mis
espaldas, siempre evito superar los límites y guío el coche pausadamente, y
mientras contemplo el cielo donde las nubes se van juntando como si hubieran
quedado para tomar algo, recuerdo.
Real Cortijo, los recuerdos
Corría el año 2000 y fui invitado
a una sesión de trabajo, de ésas en las que además de la charla profesional se
ofrecía una actividad festiva. Ya no me acuerdo de la parte laboral, pero sí la
lúdica: se trataba de un mini curso de cata de vinos en la
Real Bodega de Carlos III, en el Real
Cortijo de San Isidro, a tres kilómetros de Aranjuez.
Por entonces yo no sabía nada de
vino (ahora tampoco, pero es que hay varios niveles de nada) y para mí se
trataba del primer contacto con esta locura que pocos saben hasta dónde me ha
arrastrado. Nos llevaron en autocar y nos mostraron la bodega (recién
restaurada y aún vacía) y, entonces, allí dentro, sentados entre penumbras, experimenté
mi primera vez. Por buena o por mala, ¿quién no recuerda su primera vez, de lo
que sea? Yo tuve suerte en mi primera vez con el vino. Con el lugar que me
envolvía, con el vino catado (entre otros, lógicamente el Real Cortijo), con la compañía que me acompañaba y con el experto
en estas lides que me presentó al vino como si hubiera sido el amigo que me
hubiera presentado a la mujer de mi vida. Él era Fernando Gurucharri, que luego
sería (y hasta la fecha es) presidente de la Unión Española de
Catadores. Si me hubiera hablado sobre las aguas minerales del mundo, doy por
seguro que hoy andaría escribiendo sobre Evian, Pellegrino o Agua de Solares.
Didáctico, dinámico, divertido, todo un comunicador, un auténtico profesional.
Así, de un rato para otro, el vino pasó de ser para mí algo rico que acompaña
la comida a una pasión (desbordada, incontrolable, casi destructiva, o sea, como
todas) que desde entonces ocuparía un gran tiempo de mi vida y que, como al
protagonista de la novela Big Fish, me
acabaría llevando por caminos de realidad y fantasía que nunca hubiera
imaginado llegar a recorrer.
Las nubes se baten en retirada,
la temperatura es fresca en esta mañana de marzo, pero luce el sol y, cuando
circulo bajo una alameda de árboles aún pelados, siento que se me hincha el
pecho de emoción. Me siento bien, y eso es algo que vale la pena pararse a
sentir, no sea que el sentimiento se sienta despechado y sienta la necesidad de
marcharse a hacer sentir más lejos. Mi sensación en este momento es como la que
se tendría cuando se ha cerrado una cita con alguien querido a quien no se ve
hace mucho. Las dudas que genera el miedo a los cambios que se temen encontrar,
la ilusión que mantienen viva los recuerdos, la esperanza de encontrar, quizá,
algo mejor que lo que se dejó atrás. Un reencuentro es algo peligroso, también,
más cuando la separación se ha llenado con vacíos de mutismo y de distancia.
Aún así, un reencuentro deseado es algo mágico que se imagina, se evoca, se
anticipa, se vive durante todo el trayecto que te lleva hasta él.
Y yo, ya casi estoy frente a mi
reencuentro.
No había vuelto a la bodega desde
aquella primera visita, de modo que mi cita con ella fue única. Y aún así, qué
difícil de olvidar es lo que no hay razón para olvidar, salvo el tiempo que
alimenta, como vino, pan y aceite, al propio olvido. Tampoco volví a ver al Sr.
Gurucharri, y tampoco a la compañía que me acompañó. Tampoco volví a
encontrarme con aquel vino hasta hace un par de años, cuando recibí un email
publicitario donde se me ofrecía esta original joya. No pensaba que ya
existiera, jamás lo había vuelto a ver en lugar alguno, por lo que la sorpresa
fue a la vez agradable y con un matiz de desconcierto, igual que cuando uno se
topa por casualidad con alguien añorado que se fue lejos, en mitad de la calle, en tu ciudad, al doblar
una esquina, y te preguntas por qué no te ha llamado para verte. Desde aquella
primera y única vez había tenido el vino en mi memoria, almacenado con especial
sentimiento y cuidado, así que me faltó tiempo para pedirlo y recibirlo en mi
casa, en mi copa y en mi boca, que es donde mejor puede estar un vino. Costumbre
que he mantenido fielmente desde entonces y que hoy, como un regalo de
agradecimiento, me abre las puertas de la bodega, habitualmente cerrada al
público.
Real Bodega, los reencuentros
Son las once de la mañana y aún
me queda algo de tiempo para prepararme, paseando bajo el cálido sol por el
minúsculo pueblo pleno de encanto llamado Real Cortijo de San Isidro, vecino de
Aranjuez, que alberga en sus entrañas la Real Bodega de Carlos III. Aún puedo tomar en un
bar un café y una rebanada de pan caliente, tomate y aceite, que calme el ardor
de mi estómago, que, por alguna razón, se encuentra inquieto. Inquietud, no
hambre. No me es posible sentir hambre frente a un reencuentro, ni aun en el
caso en que éste vaya a ser bueno, como presumo.
Frente al arco de piedra me
espera un hombre mayor a quien no conozco; rondará los setenta años, fuerte, pelo
blanco y bien peinado, gafas de ver, traje oscuro y corbata azul celeste. Al
verme pronuncia mi nombre, como si me conociera de toda la vida. Se presenta: se
llama Fernando (nombre coincidente con el de mi primer guía) y es el
responsable de la bodega, aunque sin que lo diga intuyo que mucho más, porque
él mismo se autodenomina “vinatero”. Abre el portón de madera con una vieja y
grande llave de hierro, me cede el paso y, tras cerrar de nuevo, una vez que
mis ojos se acostumbran a la penumbra, me encuentro en otro mundo, junto a él.
Comenzamos a caminar por el largo
pasillo con solado de tierra e iluminado por una cálida luz anaranjada, deteniéndonos
en cada arcada de ladrillo gastado donde reposan al fresco de la cueva barricas
y botellas amontonadas, donde los vinos se sosiegan en su sueño descansando y
creciendo por dentro como embriones del ser perfecto en el que se acabarán transformando,
con tiempo. Con su voz grave y pausada con acento andaluz, Don Fernando me transporta
a un tiempo lejano: “La bodega surca el pueblo, por el subsuelo y de parte a
parte. Admirable obra de ingeniería, fue
construida en 1782 a
cielo abierto con ladrillos y después cubierta con tierra, aportando soporte estructural
al pueblo que se asienta justo encima. A lo largo de los años fue bodega, almacén
de aceite, fábrica de aguardiente, criadero de champiñones, vaquería, búnker
durante la guerra y hasta cine, finalmente refugio de adolescentes juerguistas
que, junto al abandono, casi acaban con ella. Hasta que, en los años 90, se
arrienda a la sociedad Cuevas del Real
Cortijo de San Isidro, que la restaura y adapta para recuperarla como
bodega de crianza, su finalidad primitiva.”
Recorremos despacio la galería, contemplando
botellas apiladas, tinajas, barricas y maquinaria antigua, entre la que
reconozco la prensa de una almazara, mientras mi guía no ceja en su empeño de
ilustrarme. Sin duda ese hombre calmo sabe mucho de vino, tanto que, con sus
explicaciones y preguntas, me hace sentir como si el que supiera no fuera él,
sino yo. En un ramal se abre una estancia, aislada del resto mediante
unas puertas de cristal, iluminada con luz blanca. Se trata del lugar donde
preparan los pedidos de los clientes. Cuatro cubas de acero inoxidable, una
pequeña embotelladora, una máquina de etiquetar y cajas, no hay más. La
perfección de la simpleza.
Volvemos al corredor principal y, al poco, Don Fernando se detiene bruscamente en un lugar que enciende una luz intensa en mi memoria. Es hacia la mitad del pasadizo, un espacio que se ensancha un poco, una especie de placita pequeña bajo una cúpula con una abertura que daba a la calle y que servía de luminaria, cuyo centro ocupan tres barricas. Una mesa y dos sillas desvencijadas, muy antiguas y adosadas a la pared me garantizan la fiabilidad de mis recuerdos. Ahí fue exactamente donde se desarrolló la cata tantos años atrás. Entonces Don Fernando, como si me leyera el pensamiento (lo cual me parece que lleva haciendo desde que nos cruzamos la mirada frente al pórtico de entrada), me cuenta: “En este lugar se puede poner alguna mesa para hacer catas, o comidas de empresa o pequeñas celebraciones, siempre bajo demanda, como alternativa íntima a la zona habilitada arriba, en el antiguo lagar.” Se calla, y yo le oigo pensar, o recordar, o imaginar. Unos segundos después sonríe y, señalando la mesa vieja, me dice: “También se puede preparar ahí esa mesita para dos, con mantel, velas y flores, para cenar entre barricas, al fresco de la bodega, una noche del próximo verano…” Y me hace un guiño, que no deja lugar a la interpretación.
Después de despedirme de mi espíritu, que se ha quedado ya para siempre sentado en una de las dos sillas antiguas, anclado frente a la mesa y brindando con vino a la luz de unas velas, reanudamos el paseo, que ya casi toca a su fin. Subimos la escalera de piedra del último tramo que da a la amplia sala que en tiempos fue el lagar y que ahora, restaurada hace unos años, es un bellísimo salón comedor y sala de conferencias. Un poco más allá, en una salita contigua con mesas vestidas con mantel azul cobalto (el color corporativo de la bodega) e iluminada a la vez por luz natural, tamizada cálidamente por unos estores crema, y por halógenos, es donde vamos a llevar a cabo la cata.
Real Cortijo, la cata
Don Fernando continúa con sus
explicaciones mientras descorcha una botella del primer vino, el Real Cortijo, con denominación de origen
Ribera del Júcar: “El proceso de vinificación se reparte en dos ubicaciones
diferentes. Por un lado, los viñedos de Tempranillo y Merlot que se encuentran
en la finca La Losa, al sur de Cuenca, donde se desarrolla y
se vendimia la uva, y también donde se produce el nuevo vino. Inmediatamente se
traslada a nuestra bodega de crianza, aquí, para envejecer en barricas de roble
fino americano y Allier francés durante dieciocho meses, y reposar después de
tres a cinco años más en el botellero.”
A continuación, se sirve el vino
en su copa, él primero; lo observa, sonríe, lo hace girar para que respire, lo
huele y a continuación me sirve a mí ejecutando su particular ritual de al que
todo, y nada, le importa. Miro el vino bajo la luz halógena y sobre el mantel
azul, produciéndose un curioso efecto óptico que vuelve su color rosado. Y
entonces, el maestro convierte su cata en mía, y con ello mi placer en su
deleite, y aunque sin duda sabe mucho más que yo del vino (de éste, de todos),
me dice con un suave gesto hacia mí de su copa: “Usted entiende de esto, así
que diga, diga usted lo que le parece.” Y yo también sonrío, le miro a los brillantes
ojos de diablillo, huelo el vino, doy un trago y le digo: “Es un vino serio y
elegante, noble y equilibrado, de un precioso color ciruela madura, perfumado,
lleno de matices a fruta roja, melocotón, vainilla y regaliz, muy sabroso.”
Bebo otro trago, mientras él no dice nada, sólo espera. “Es un vino muy largo y
con un gran cuerpo, se puede tomar igualmente acompañado o solo. Por supuesto,
me refiero al vino; la persona, siempre mejor acompañada”, matizo, enarcando
una ceja. Él casi se ríe, cierra los ojos y bebe un trago, sin perder su
sonrisa. “Este vino tendría que haberlo abierto antes, y mejor decantarlo y
esperar una horita antes de beberlo”, me dice, torciendo un poco el gesto. “Ya
ve que se muestra discreto, y necesita paciencia hasta que se abre, pero verá
que luego no dejará de mejorar según vaya pasando el tiempo y vaya tomando
confianza con usted.”
Homet, la cata
A continuación, sin esperar a que
terminemos la copa, me prepara otra con Homet,
el más reciente vino de la bodega, con denominación de origen Madrid y una
producción muy escasa. Me cuenta que es un reserva de catorce meses en barrica de
roble francés y al menos treinta en botella, elaborado con una selección de
Tempranillo Merlot, Syrah y Cabernet Sauvignon. Repetimos la cata, encontrando
en esta ocasión un aroma muy intenso a frutillos rojos, muy persistente; es más
corpulento que el anterior, y también más equilibrado, más formal, más evolucionado.
Se me ocurre que Real Cortijo es la
juventud, mientras que Homet es la
madurez, y la metáfora parece hacerle mucha gracia a Don Fernando, que asiente
con la cabeza mientras se deja invadir por una risa cálida. “Personalmente me
gusta más el crianza”, le confieso, a lo que él, bajando la voz, me responde
“Yo también.”
Real Cortijo, hasta luego
No debo, aunque puedo, beber más,
la carretera me aguarda y ése es otro límite que no voy a superar. Dejo la copa
sobre la mesa y comienza el arduo rito de la despedida. Mi guía, el acompañante
al que el vino ya ha convertido en amigo, me tiende la mano, que le estrecho
con fuerza. Ya no hace falta decir mucho más, salvo un “gracias” que nunca sobra
y el “hasta pronto” que siempre es un deseo. Sin más, traspaso, solo, la puerta
de salida y me zambullo en la deslumbrante claridad del mundo. Detrás de mí no
oigo el inmenso portón leñoso del lagar, ni ninguna otra puerta que se cierre a
mis espaldas.
Me ajusto las gafas de sol y me alejo
sin mirar atrás, no sea que la imagen permanezca como una promesa que, luego,
no pueda mantener ni conmigo mismo.
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