viernes, 30 de septiembre de 2011

Agua de verano

Un cuento con banda sonora



No me gusta conducir. El coche es el mayor mal necesario de mi vida. Me gusta viajar, me gusta estar en los lugares, no me gusta ir, no me gusta trasladarme, no me gusta el viaje, no me gusta la carretera, no me gusta salir, me gusta llegar, me gusta estar.

Circulo por la N-110, temprano por la mañana, ya muy cerca del pueblo al que hacía tanto que no volvía. Los árboles a ambos lados de la carretera, una vez abandonada la autovía, son mi mayor consuelo. Otro lo es la música que siempre pongo cuando conduzco. No me gusta el silencio, tampoco pongo demasiado las noticias, llevo el coche lleno de CDs, cuyos contenidos armonizan con todos mis posibles estados de ánimo. Los que me calman, los que me animan, los que me alegran, los que me entristecen, los que me emocionan, los que me hacen llorar, y a veces, hasta los que me enfadan. Hoy llevo conmigo una canción, que me acompaña desde que salí de casa por la mañana, haciéndome más llevadero el complicado momento del ir.
Todo comenzó por la mañana, como comienzan las cosas que son de verdad valiosas e importantes: por casualidad, sin pretenderlo, sin buscarlo. Había dormido mal toda la noche. Sueños de esos que sabes que has tenido pero que se esfuman apenas te despiertas, vueltas y más vueltas en la cama, insufrible dolor de huesos y cansancio en lugar de descanso al abrir los ojos. Y al hacerlo, comprender de golpe el porqué del ansia con que había amanecido, la certeza absoluta de que me tenía que marchar de casa para hacer algo.

Hacía mucho que no lo hacía y ya me estaba desesperando por no poder. Me hacía falta, lo necesitaba, lo echaba de menos. Tenía que hacerlo. Tenía que volver a hacerlo.

Tenía que escribir otra vez. Tenía que encontrar un cuento que contar.

Así que me preparé para irme al lugar donde sabía que podría construir un nuevo cuento, un pueblo de la sierra cercana a Madrid, en la provincia de Segovia, mi ciudad materna. Fue entonces cuando lo descubrí. Andaba organizando el maletero del coche antes de salir y lo encontré, al fondo de una bolsa de material reciclable para varios usos de un hipermercado. Una caja con CDs grabables, grabados hace años con música italiana variada. Los miré uno por uno, mientras se dibujaba una sonrisa en mi rostro y empezaba a recordar. Entre ellos uno, en el que sólo había escrito el nombre de la cantante, llamó mi atención de golpe. Curiosamente recordaba bien los otros, pero no éste. Era como si nunca lo hubiera tenido, aunque no había duda: el nombre había sido escrito con rotulador azul indeleble por mi mano.

Hay muchas canciones en ese disco, todas tranquilas, envolventes, arrulladoras como la voz de la cantante, quizá más adecuadas para una noche en compañía que para un viaje en coche en soledad. Todas me dicen muchas cosas, pero hay una que desde el primer acorde desencadena la cadena de las emociones. Cuando la escucho ya no soy capaz de escuchar ninguna más, y paso el resto del viaje oyéndola y volviéndola atrás una y otra vez. El rasgar envolvente de una guitarra, un teclado, una suave percusión y una voz de mujer, llena de sonrisa y dolor velado, que me repite una frase, aquella frase, su frase en mi memoria…

Vorrei illuminarti l'anima.

Llego a Pedraza temprano. Detengo el coche en la explanada al fondo, donde siempre, justo enfrente del castillo medieval. Escucho una vez más la canción y, a regañadientes conmigo mismo, apago el reproductor y salgo del coche, llena mi cabeza de música y recuerdos. El aire fresco de la sierra me recibe, me hace respirar, inspirar y suspirar.  No pierdo mucho más tiempo allí, tan sólo saludo a la mole del castillo, y enfilo calle abajo para perderme entre sus calles estrechas.

Pedraza es un pueblo turístico, sin duda alguna, pero que conserva toda su magia protegida e incólume. En este lugar no se puede construir salvo al estilo pedraceño, casas bajas y de piedra; no hay tráfico circulando salvo para llegar al aparcamiento, fuera del pueblo; no hay ruidos, todo es calma, el lugar ideal para encontrar palabras y perder silencios.

Es pronto, pero ya el aroma a leña ardiendo inunda el aire. Camino sin rumbo fijo con los ojos entrecerrados, inundándome de aire y humo y aromas a leña y pan. Me detengo en una fuente de piedra, y bebo agua a chorro, dulce y natural. Me empapo manos, rostro, camisa y hasta los zapatos, pero no me importa. Ya hace calor, se agradece el frescor del agua. Justo al lado está la Tahona. Entro y compro pan, pan grande y tierno, blando y de corteza crujiente, pan suave y aromático, aún caliente, agradable de oler, de comer y de tocar; y magdalenas artesanas, de las que se endurecen después de sólo un par de días. Pero no importa, porque aunque mi debilidad no sea el dulce, las acabaré antes de que finalice el día. Dejo todo en el coche, donde sé que la compra me recibirá, a su modo, cuando vuelva a entrar en él.

El clima es benévolo, el mejor del año, fresco y cálido a un tiempo, sol y azul del cielo, animando a alternar luz y sombra. Camino apaciblemente calle arriba y calle abajo hasta que la consistencia del aire cambia de repente. Se hace más denso, más espeso, deja de oler sólo a leña y pan y comienza a oler a carne asada, a grasa, a sal, a vino.

Llego a la Plaza Mayor. Siempre me emociona entrar en ella, que me reciba con su incansable ajetreo. Aún es pronto para la comida, de modo que me siento en una mesa bajo una sombrilla, a la puerta del restaurante, pido un vino blanco y frío y espero, admirando el continuo deambular de gente decidiendo si come, cuándo o dónde, sin darse cuenta de que ya es tarde para plantearse esas preguntas. No sé qué vino es, peleón sin duda, pero me refresca y me hace recordar que hay veces en que el vino es lo de menos entre dos personas. En realidad, siempre es lo de menos.

A las tres en punto aparece por la puerta Andrés, uno de los propietarios de El Soportal, el restaurante que antes fue de sus padres y a no mucho tardar será de sus hijos; me ve, sonríe y me saluda. Lo hace primero por mi apellido, pero al estrecharme la mano rectifica y me llama por mi nombre.

-¡Hacía mucho!

-La vida, Andrés, la vida...

Pone un instante la mano en mi hombro y enseguida me acompaña al piso alto. Subo la empinada escalera de madera detrás de él, los escalones son altos y ya nos va costando esfuerzo. Cuando llego arriba nos detenemos un segundo para recuperar el resuello en silencio, toma otra vez la delantera y me guía hasta mi mesa.

Nuestra mesa.

La mesa cuadrada, pequeña, sólo para dos, en la esquina junto al muro del final del salón, con el balconcillo, lleno de flores rojas, a la izquierda. Trago saliva. Hacía muchos años que no ocupaba esa mesa. Mantel blanco e impoluto, áspero; cristalería vulgar, brillante, gastada.

Andrés se queda a mi lado, en silencio, hasta que tomo asiento. La pared, con un cuadro al óleo de la callejuela donde está la fuente en la que he bebido, frente a mí. La ventana del balcón queda a mi izquierda, tras la silla de madera donde ella me espera, siempre respetando la norma no escrita del compromiso, de la intimidad y la complicidad: “Con tu amor en la mesa siempre al lado, nunca enfrente.” El resto de los comensales en el salón, a mi espalda.

Ella sigue siendo muy joven, tan joven como lo era cuando nos conocimos, tanto como lo éramos ambos entonces. Pero yo ya no. Ahora nos distancia esa juventud, la suya que se detuvo y la mía que continuó viaje, convirtiendo ese trayecto en un escollo que hoy se haría insalvable.

Andrés deja la carta, sonríe otra vez con un inesperado rictus de tristeza en los ojos, y se va. Al poco llega la camarera bloc de notas en mano, preparada para tomar la comanda. Se trata de la hija de Andrés, a quién conozco desde que era una niña que correteaba por entre las mesas, siempre riendo. Ahora supera por poco los veinte, es morena, guapa y mucho más alta y más seria que entonces. Nunca le he preguntado su nombre, y tampoco lo hago en esta ocasión.

Pido lo de siempre, lo único que podría pedir en este lugar: judión de La Granja, lechazo asado y ensalada de lechuga, tomate, cebolla, aceite, vinagre y sal. Nada original, la más sencilla, la que a mi me gusta.

-¿Y de beber?

-Agua y vino.

Tengo que elegir el vino. La chica sabe que debe dejarme a solas con mi decisión, y desaparece tras la puerta de la cocina. Doy una nueva vuelta a la carta. Marqués de Riscal, Marques de Cáceres, Prado Rey, Protos, hasta Peñascal rosado y tinto. No va a ser nada fácil elegir el vino entre tanta indiferencia. Vuelve la camarera y deja en la mesa una jarra de agua natural, la misma agua de la fuente, agua de la sierra, agua fría y pura; también trae una cesta con pan, igual al que compré por la mañana, cortado en trozos grandes, blanco y rubio, aromático y de miga esponjosa, ideal para mojar en salsas.

La cría espera paciente mi decisión. Tengo en casa muchos más vinos especiales que ocasiones para tomarlos, así que es una pena que cuando llega la ocasión especial, no tenga el vino adecuado. Suspirando de resignación pido un previsible Prado Rey, DO Ribera del Duero.

Asiente con la cabeza, se va y vuelve unos minutos más tarde con la botella en la mano. Me la enseña. No es Prado Rey.

-Que dice mi padre que a lo mejor prefiere este vino.

Noto un nudo en la garganta mientras me la muestra con un ligero temblor en sus manos. El vino es también un Ribera del Duero, sí, pero... El nombre, única palabra en la etiqueta granate, me lo dice todo sin tener que decirme nada.
 
Nuestro.

Sólo el nombre y la letra “N” grabada de fondo.

N.

Reponiéndome a duras penas de la sorpresa asiento rápidamente con la cabeza, como un niño al que le ofrecen un juguete. Ella sonríe con alivio, lo descorcha, la miro a los ojos con aprobación pero sin probarlo, lo deja en la mesa sin preguntar, recoge las turbias copas de vino y agua y se va. Pero vuelve enseguida con otras copas más grandes, transparentes y finas. Tomo posesión de la botella y sirvo el vino.

Nuestro, lo miro y la sonrisa se insinúa ante su precioso color amoratado y límpido. Nuestro, levanto los ojos mientras aspiro su aroma a frutas, violetas y vainilla, intenso, delicado y envolvente. Nuestro, doy el primer sorbo, cierro los ojos, espiro el aire y espero la reacción de mis sentidos, que se alarga en ese trago dulce y balsámico que se hace casi interminable en mi boca y mi memoria. Nuestro me dice entonces todo lo que aquí no cabe que repita. Nuestro tiene un nombre, y a la vez me trae de vuelta un nombre, que es el nombre de una emoción. N. Hoy Nuestro es perfecto, así de simple, y me doy cuenta de que ya está todo dicho.

Abro los ojos y dejo la copa sobre la mesa. En ese momento, como si hubiera estado esperando precisamente ese gesto, la chiquilla trae el primer plato, los judiones de La Granja.

Esta legumbre es típica de la zona, aunque haya quien diga que es imposible que todos los judiones de La Granja que se venden provengan de La Granja, algo así como los garbanzos pedrosillanos o los melones de Villaconejos. Sean de donde sean, son deliciosos. Tan grandes que sólo cabe uno en cada cucharada, tiernos, harinosos, acompañados por un contundente surtido de chorizo, morcilla y oreja de cerdo. Y el caldo muy caliente y espeso, como debe ser.

Apenas mojada la última traza de salsa llega el plato principal, el cordero, que se presenta por cuartos en cazuela de barro grande y ovalada, ardiente, con el jugo, abundante y oscuro, aún burbujeante, por lo que la primera frase de la camarera al depositarlo sobre la mesa es “Cuidado que quema”, dando paso, una vez que deja la ensalada, a la segunda: “Que aproveche.”

El lechazo, el cordero recién nacido que mantiene vivo el pueblo. Corderos de raza churra de pocos días, alimentados sólo con leche, asados durante casi tres horas en horno de leña a alta temperatura, sólo con sal y agua, hasta que queda la piel crujiente. Yo prefiero el cuarto delantero, la carne es más tierna, más delicada, se deshace por dentro, ni falta que hace el cuchillo y, si me apuran, ni siquiera el tenedor. La ensalada es el soplo de aire fresco entre bocado y bocado. El jugo del cordero, muy sabroso, se empapa en la miga del pan, resultando tan delicioso como el mismo cordero. El vino, nuestro vino Nuestro, discreto y elegante, viaja a su lado todo el tiempo sin hacer notar su presencia, sabedor orgulloso de que lo que se notaría sería su ausencia.

Me gusta alargar la sobremesa, me gusta tomar el café despacio, me gusta limpiar las migas del mantel con la palma de la mano, acariciándolo; me gusta conversar, hablar de las cosas que se han olvidado, volver al vino y luego hablar de las otras, ésas que no se pueden olvidar. Evocamos los recuerdos, y el primero en aparecer es el último, la última vez que la vi sin saber que sería la última, cuando nos despedimos con un “Hasta luego” sin imaginar ninguno de los dos que ya era un “Hasta nunca”. Me dio un beso y se alejó de mí tambaleante sin volver la vista atrás ni una sola vez, el único modo de irse cuando se es un destello de luz.

No hay nada más frágil que un corazón que se intenta recomponer después de que haya sido roto, no hay momento más delicado para un encuentro que el que sigue a un desencuentro, cuando el miedo, el más fiel e interesado consejero, hace que el corazón que se siente amenazado se esconda y enmudezca hasta que pase el peligro. Pero eso se olvidó, y las preguntas, siempre acechando como alimañas hambrientas, ya no son más que recuerdos de un examen fallido. Eso es todo lo que al fin importa, no lo que pasó ni lo que pasa, sino lo que va a pasar, porque en la vida, a fin de cuentas, nada hay mejor que lo que nos queda por vivir.

Aliviado y renovado, bebo el último trago de vino Nuestro. Hay vinos que deben ser llevados hasta el final, igual que una promesa.

Pido y pago la cuenta, me despido con una sonrisa de la camarera, me despido con una mirada de la mesa y, ya en la calle, me despido con un “Gracias” de Andrés, quien vuelve a estrechar mi mano y me reprende con un “No tarde tanto hasta la próxima vez”.

Retorno a la fuente de agua fresca y cristalina. Tengo sed a corto plazo. Bebo hasta saciarme, pero unos minutos después vuelvo a tener sed, sed de agua de verano. Es el sabor intenso de la legumbre, la sal que tuesta la piel delicada del cordero, pero es también la perenne sensación de echar de menos, ésa que no se aplaca y que me seca la boca apenas he acabado de dar el trago.

Ocupo el resto de la jornada caminando, despejándome antes de emprender la vuelta a casa, componiendo las frases de mi cuento, que ya casi he terminado, con palabras que me gustan. Me siento tranquilo, ya sólo me queda lo más fácil: escribirlo, pero también lo más difícil: volver a escribir.

Subo al coche, que me recibe con el penetrante y cálido olor al pan y las magdalenas que dejé dentro, por la mañana. Arranco, inspirando profundamente, y dejo atrás el castillo, dejo atrás, otra vez, Pedraza. Durante el viaje voy comiendo magdalenas y bebiendo agua, disfrutando del atardecer entre los árboles. La luz se va apagando, una luz muy bonita, la luz de una tarde de un verano que se acaba. La canción sigue sonando en el reproductor, en mis oídos y en mi memoria, perseverando en un deseo que al final se desvela en todo porque todo, sea lo que sea, está ante mí.

Vorrei liberarti l'anima...

El día ha terminado. El cuento no ha hecho más que comenzar.




N. del T.

Vorrei illuminarti l'anima = Quisiera iluminarte el alma
Vorrei liberarti l'anima = Quisiera liberarte el alma



Nuestro

Cosecha 2006, Tinta fina 100 %, 18 meses
Bodega Díaz Bayo
D.O. Ribera del Duero
Fecha de cata: 17/09/11
Precio: 12 €