Quercus Alba
Un cuento con vino
Yo había pedido un
bocadillo de queso, curado y aceitoso. Jacobo uno de morcilla, recalentada y
grasienta. Y una botellita de tinto de la tierra.
Hacíamos
una pausa en nuestro viaje por tierras de la Rioja Alta, deteniéndonos en Santo
Domingo de la Calzada, en plena ruta del Camino de Santiago. El barcillo donde
almorzábamos, pequeño y acogedor, estaba lleno de devotos y no devotos que, con
zapatillas, pantalón corto, camiseta, sombrerito para el sol otoñal aún intenso
y la concha de vieira colgada de la vara de madera, también hacían un alto en
su camino.
La
diferencia es que ellos iban a pie, y nosotros en coche.
Jacobo me había
animado a hacer ese recorrido turístico después de que me diagnosticaran algo
que da igual como se llame, pero que resultó ser inoperable, incurable e
inevitable y que, según los tres médicos que me vieron, iba a acabar conmigo en
un plazo de tiempo pasmosamente corto.
Cuarenta
y pocos años son efectivamente pocos para despedirse de todo, y la súbita
rapidez con la que se desarrollaron los acontecimientos («Doctor, llevo un
tiempo con algunas molestias en...» «Siento mucho decirle que le quedan ocho
meses de vida.» «¿En serio?» «Totalmente.» «Pues vaya...») me lanzó de repente
a un mar de desesperación en la que mi existencia (buen trabajo, buen sueldo,
buen piso de soltero, buenos amigos y buenas amigas, ninguna familia directa)
perdió de pronto todo su sentido. A raíz de aquello pasé por un periodo de
desconcierto en el que me dediqué a no hacer nada más que lamentarme de mi
desgracia, hasta que finalmente, y gracias al apoyo y la ayuda incondicional de
amigos como Jacobo, conseguí superarlo y recuperar mi integridad.
Así
que, aprovechando que yo no tenía que volver al trabajo durante el resto de mi
vida, un día Jacobo se pidió un par de semanas de vacaciones en el suyo y me
convenció para que nos dedicásemos a recorrer el Camino, como peregrinos no
devotos y motorizados.
En
teoría yo no debía beber alcohol, al menos no demasiado, por culpa de los
analgésicos que tenía que ingerir para controlar el dolor que cada día se hacía
más frecuente e intenso, pero estábamos en la Rioja y, total, para lo que me
quedaba, no estaba dispuesto a seguir desperdiciando mi tiempo.
–¿Qué
tal el vino? –me preguntó Jacobo con la boca llena.
–Increíble
–respondí–. Es sorprendente lo buenos que están estas cosechas limitadas de
bodegas desconocidas.
–Ya lo
creo, mejor que los famosos riojas que venden en las tiendas de Madrid.
–¿Y el
bocata? –pregunté yo haciendo un gesto con la cabeza hacia la chorreante cosa
que sujetaba entre sus manos.
–Asqueroso.
Nos
reímos hasta que nuestra mirada se vio atraída por algo que portaba el camarero
hasta una mesa que estaba un poco más allá de la nuestra, ocupada por dos
señoritas que, como nosotros, seguían con su mirada el discurrir del muchacho.
Cuando
lo dejó en la mesa no pudimos hacer menos que deleitarnos contemplando durante
un rato las dos tablas de madera llenas de un jamón ibérico veteado de tocino
blanquecino y cremoso, el más selecto manjar creado por la mano del hombre con
ayuda de la de Dios. Justo hasta que oímos el ruidillo de las burbujas que
escapaban al sacar las chapas de las botellas de refrescos.
–¡Se
van a comer el jamón con Coca-Cola! –exclamé, entre sorprendido e indignado.
–¡No
puede ser! –casi gritó Jacobo, incrédulo y muy ofendido–. Jamón con Coca–Cola.
¡En la Rioja!
–Pues
sí, sí que puede ser –confirmé bajito, acercándome un poco a él–. Mira, mira
como beben. Deben de ser extranjeras, si no, no lo entiendo.
–Esto
no puede quedar así –dijo, y se levantó decidido, después de arrojar los restos
de su bocadillo sobre la mesa y limpiarse las migas de pan enredadas en su
negra barba.
Jacobo
era el típico tipo simpaticón, agradable y dicharachero que a todo el mundo caía
bien, y al cabo de dos minutos hablaba con ellas como si se conocieran de toda
la vida, sentado entre las dos en otra silla. Yo de lo último que tenía ganas
era de entablar conversación, así que permanecí en silencio en mi mesa,
mirándoles con una leve sonrisa pero sin intervenir.
Hasta
que Jacobo me señaló.
Vi que
la chica que estaba de frente me miraba sonriendo, pero que la otra, la que
estaba de espaldas a mí, ni siquiera se volvía. Jacobo me indicó con la mano
que me acercara, y que llevara conmigo la botella de vino que habíamos pedido,
aún casi entera.
Suspirando
resignado me llegué hasta ellos, puse la botella sobre la mesa y me senté
frente a mi amigo en la silla que me ofrecía la moza sonriente. Era muy
jovencita, quizá unos dieciocho o veinte años, rubia y de piel clara, y lucía
unos bonitos y vivaces ojos azules que me miraban curiosos y alegres.
Jacobo
pidió unas copas al camarero, quien las trajo presto. A continuación llenó con
vino las cuatro, pero sólo hasta la mitad, como mandan los cánones. Yo,
mostrándome lo más amable que podía, acerqué una de ellas a la ninfa rubia, que
seguía mirándome. Ella movió su mano, con intención de agarrarla, pero antes de
que llegara ni siquiera a rozarla, otra mano la detuvo bruscamente.
Y entonces la vi.
Era la
otra chica, en la que hasta ese momento no me había fijado. Era al menos diez
años mayor que la otra, y miraba hacia abajo, hacia la copa que casi tocaba la
rubita. Sin retirar la mano de su presa levantó la vista. Despacio, muy
despacio. Alzó los párpados de largas pestañas. Clavó sus ojos en los míos.
Despacio, muy despacio.
Sentí
un escalofrío.
Sus
ojos grandes, profundos, intensos, agudos y penetrantes, tenían una tonalidad
insólita rodeando la negra pupila: eran de color granate oscuro, el mismo color
de un rubí, muy parecido al color del mismo vino que estábamos bebiendo. Un
color inverosímil, que jamás había visto anteriormente. Llamó mi atención su
rostro ovalado, de rasgos finos y bellos, por el tono bermejo de la piel, como
si hubiera tomado mucho el sol; ese matiz amoratado se extendía por el cuello
hasta donde llegaba mi vista, justo hasta el borde de la camisa azul celeste
que vestía y más allá, por sus brazos y manos descubiertos. Su cabello, espeso,
liso y bien recortado, destellaba con brillos cobrizos a juego con sus ojos,
creando un conjunto chocante que me hizo pensar en que podía ser teñido.
Era
preciosa.
Volvió
los asombrosos ojos hacia la otra y le dijo con brusquedad:
–Ya
sabes que no puedes.
A
continuación volvió la vista hacia el causante de la provocación, clavando sus
rubíes en mis ojos con fiereza, como culpándome por haber hecho algo que no
sabía muy bien qué era, pero que parecía ser mucho más grave que haber ofrecido
alcohol a una presunta menor. Cuajó un espeso silencio entre los cuatro, muy
incómodo, que me pareció que se extendía al resto de los comensales. No es que
me importara demasiado, pues hacía tiempo que ya estaba de vuelta de todo, pero
no iba a aguantar a nadie impertinencias que pudieran hacerme sentir a disgusto,
y casi estaba poniéndome en pie para marcharme de allí, sin preocuparme si a mi
vez quedaba como un grosero, cuando ella pareció aflojar su presa. Retiró la
mano con la que sujetaba la copa y sonrió con visible esfuerzo:
–Perdonad,
mi hermana olvida a veces el daño que le hace el alcohol. En realidad, a ambas
nos sienta mal, pero muchas gracias por vuestra invitación –sonrió más
relajadamente–. Contadnos, ¿estáis haciendo el Camino?
–No
exactamente –respondí controlándome mientras veía de refilón el mohín de
desagrado de la cría–, estamos recorriendo la zona en coche...
–¿Y
hasta cuando estaréis por aquí? –preguntó ella.
–Nos
iremos en un par de días –intervino Jacobo–. Por cierto, yo soy Jacobo.
–Encantada,
soy Alba –informó la mujer de los ojos grana, sin moverse del sitio.
–Y yo
María –se presentó la hermanita, tendiéndonos su mano blanca.
Hice lo
propio, y por decir algo solté una sandez:
–No os
parecéis mucho para ser hermanas, ¿no?
–Sí, es
cierto –respondió Alba, como si ya estuviera acostumbrada a que se lo dijeran–.
No todos en la familia tienen el curioso aspecto que yo tengo, porque supongo
que te refieres a eso. –Se rió por primera vez, mostrando unos dientes blancos
y brillantes–. Perdonad de nuevo si he sido brusca. Es que de verdad nos sienta
muy mal, y María es una jovencita un poco rebelde...
–No
pasa nada –concilió Jacobo, amable–. Y vosotras, ¿vivís aquí, en Santo Domingo?
–preguntó, por cambiar de tema, mirando con interés y una sonrisa a Alba.
–No,
pero muy cerquita, en San Asensio –respondió Alba, devolviéndole la sonrisa. Yo
sentí un pequeño pinchazo en la boca del estómago–. Hemos venido a tratar unos
asuntos familiares. Ya íbamos a volver, pero antes de tomar el autobús hemos
pensado comer algo. Normalmente traemos el coche, pero hoy lo necesitaba
nuestro padre para acercarse hasta Logroño.
–¿Autobús?
–La vena caballerosa de Jacobo siempre se adelantaba a la mía–. Pero si
nosotros pensábamos ir justo hacia allí en cuanto acabásemos. Por supuesto os
llevamos.
Yo
torcí el gesto, revuelto pero sin saber muy bien por qué. Alba advirtió mi
mueca, interpretándola como un desacuerdo por mi parte, y se dirigió a mí:
–Os lo
agradecemos, pero no queremos molestar. El autobús sale en una hora más o
menos, y nos deja muy cerca de casa. Luego nuestro padre pasará a buscarnos.
–No,
no. –Me sentí peor por mi mal humor contra alguien que, en realidad, no me
había hecho nada, e intenté remediarlo–. Faltaría más. Desde luego que os
acercamos. La verdad es que no habíamos pensado en una ruta concreta, pero es
tan bueno vuestro pueblo como cualquier otro de la zona. ¿Sabéis si se puede
pasar la noche en algún lugar no muy caro?
–En el
pueblo hay un albergue de peregrinos, un convento, que tengo entendido que está
bastante bien –nos informó Alba, y añadió–: Si no os importa tener que aguantar
las manías de las monjas...
–Ya
estamos acostumbrados –rió Jacobo–. Llevamos dando esquinazo a las monjitas de
los conventos del Camino de Santiago desde que empezamos este viaje. Ese
alojamiento nos irá de perlas, muchas gracias.
–Entonces
–dije decidido–, ¿os llevamos y nos lo enseñáis?
María
miró a Alba, y Alba miró a María. Creí advertir un fugaz asentimiento que,
estoy seguro, no se produjo.
–Vale
–confirmó finalmente Alba–. Y así, de paso, os podemos enseñar la zona, si
queréis.
Durante
los escasos quince minutos que duró el trayecto desde Santo Domingo hasta San
Asensio tuvimos ocasión de ver los extensos viñedos que ocupaban la práctica
totalidad del paisaje, hasta donde la vista alcanzaba. Estábamos a finales de
septiembre, y las uvas reposaban en las cepas ya casi listas para ser recogidas
en la campaña vinícola que comenzaría tres o cuatro semanas después.
–Ya
queda poco –dijo Alba en el asiento trasero, junto a su hermana, como si leyera
mi pensamiento–. Muy pronto todos estos campos que ahora veis dormidos se
llenarán de vida otra vez, como cada año. ¿Os quedaréis a la vendimia?
–No
creo –respondí sin apartar la vista de la carretera, entre otras cosas porque
era yo quien conducía–. En dos o tres días como máximo tendremos que continuar
nuestro viaje; aún nos queda mucho que ver, y no demasiado tiempo...
–Pues
es una lástima –insistió ella–. Si no habéis vivido nunca una vendimia, es algo
que no deberíais perderos...
«Pues
me la voy a perder», refunfuñé para mis adentros, y me dejé caer en un silencio
obstinado que la chica respetó, pues no volvió a decirme nada en el resto del
camino.
Cuando
entramos en el pueblo fuimos directamente, atravesando estrechísimas
callejuelas, hasta la pequeña plaza donde se abría la entrada al convento.
–Es
mejor que nos dejéis aquí y que reservéis la habitación –recomendó Alba–.
Nosotras ya podemos ir andando hasta donde hemos quedado con nuestro padre.
–Ni
hablar –negó Jacobo, tan galante como siempre, mientras yo seguía callado–. Os
llevamos hasta allí.
–No
–rechazó Alba, sin dar opción a discutir–. Podemos ir andando.
–Vale...
–vaciló mi amigo–. Como queráis. ¡Pero tenemos que quedar esta noche para
cenar!
Las dos
hermanas se miraron un instante, dudando.
–Ya
veremos... Si podemos os dejaremos un mensaje en el albergue. Pero vosotros
haced vuestros planes, por si acaso.
Y se
marcharon, despidiéndose con una sonrisa y un par de besos cada una. Cuando me
besó Alba me pareció notar, viniendo desde muy lejos, una tierna sensación en
mi interior, acariciada por su cálido aliento, que no pude identificar pero que
calmó de pronto mi malhumor, animándome un poco.
Por
suerte no hubo problemas con el alojamiento, y después de ducharnos y
cambiarnos de ropa Jacobo y yo salimos a dar una vuelta por el pueblo, donde ya
atardecía. Paseamos, volvimos al albergue para ver si había alguna nota; no la
había, volvimos a salir, volvimos al albergue; nada, salimos de nuevo, cenamos
caliente en un bar cercano, paseamos un poco más y poco antes de medianoche nos
retiramos definitivamente, sintiéndome yo absurdamente decepcionado por el
plantón.
–¿Qué
te parecen las riojanas? –pregunté por el camino, intentando no parecer muy
interesado.
–Ah,
bien, muy graciosas –respondió Jacobo, intentando no parecer muy interesado.
–Sí
–afirmé como de paso–. María te miraba muy atenta.
–¿Tú
crees? La verdad es que no me fijé –dijo con desgana–. Alba me parece mucho más
atractiva e interesante.
–¿Tú
crees? La verdad es que no me fijé –mentí, controlando una desapacible
sensación en las entrañas.
–¿No?
Pues mucho mejor.
–Sí.
–Sí.
Nos
miramos y ambos nos echamos a reír a un tiempo. Eran muchos años juntos, y
mucho lo vivido, para poder engañarnos.
Al llegar al
albergue nos esperaba una sorpresa, que no por deseada dejó de serlo menos: una
monja, vestida con hábito oscuro y un manojo de llaves a lo San Pedro en la
mano, nos entregó, junto a la nuestra, un sobrecito blanco con el nombre de mi
amigo escrito a mano.
Al
verlo volví a sentir esa punzadita de dolor en el estómago.
–¿Qué
dice? –pregunté sin interés aparente cuando lo abrió.
–Que
mañana nos invitan a comer y a ver unas bodegas... Vendrán a las nueve de la
mañana. ¿Cómo lo ves?
–Tú
mismo. A mí no me apetece demasiado. La verdad es que preferiría que nos
fuéramos ya. No me encuentro bien.
–Venga
hombre, anímate –me dio una palmada en el hombro, mirándome con una sonrisa
chinchona–. Que hayan escrito sólo mi nombre no quiere decir nada...
Ciertamente
me había disgustado el detalle, pero al final no tuve más remedio que claudicar
ante la insistencia de mi amigo: a la mañana siguiente, tras una noche que pasé
algo inquieto, nos fuimos con las dos hermanas de excursión.
Cuando
bajamos ellas ya nos esperaban, de pie en la puerta de la calle.
–Hemos
pensado en visitar un par de pueblos de los alrededores y después ir a una de
las bodegas que realizan recorridos turísticos –nos propuso Alba–. Luego
comeremos en algún mesón en cualquier sitio. ¿Qué os parece?
–Bien,
bodegas –respondió Jacobo, muy contento– ¿Y se podrán hacer catas?
–Supongo
que sí –rió ella–. Chico, parece que te gusta el vino...
–Ya.
–Mi amigo levantó una ceja–. Como vosotras no lo bebéis no sabéis lo que os
estáis perdiendo.
Alba y
María se dedicaron la misma expresión indefinible que había llamado mi atención
el día anterior, cuando les propusimos vernos por la noche.
–Bueno,
yo tampoco bebo demasiado... –dije, echando un capote a las chicas, que se
habían quedado un poco serias.
–Vale,
pero tú tienes motivos –comentó Jacobo, aludiendo indirectamente a mi fuerte
medicación.
–Seguro
que ellas también –afirmé yo, mirándolas.
–Ya os
dijimos que nos cae mal –fue todo lo que respondió Alba.
–Es
igual, yo beberé por todos –animó Jacobo, de nuevo conciliador y alegre–. ¿Nos
vamos? Y ya que no vas a beber –me dijo–, tú conduces.
Entramos
en el coche, y debo reconocer que la distribución de pasajeros que se hizo me
molestó un tanto: yo volví a quedarme de conductor, y Jacobo se puso atrás,
invitando a Alba a acompañarle, mientras que María fue mi copiloto. Ella no
dijo apenas nada durante el recorrido, pues yo, escudándome en mi labor de
conductor serio y responsable, respondí con monosílabos al par de intentos de
conversación que hizo la muchacha, limitándome a controlar por el espejo
retrovisor las bromas de Jacobo y las risas con que Alba le correspondía.
Visitamos
Gimileo, un pueblecito de menos de cien habitantes, donde nos detuvimos un rato
a disfrutar de su arquitectura tradicional de piedra arenisca, y de camino a
Briones hicimos la parada prevista para conocer las bodegas que nos habían
mencionado.
De todo
el proceso de creación del vino, lo que más me llamó la atención, por
inesperado, fue la fase de adición de componentes «secretos». La guía (una mujer
morena que ya debió de tomar biberones de vino, por lo que sabía de la materia)
nos explicó que cada bodega, cada fabricante, tiene una especie de fórmula
secreta, una serie de ingredientes que añaden al vino cuando se deposita para
criar en las barricas de madera y que proporcionan al producto los matices
especiales que (por supuesto, junto al tipo de uva) hacen de ese vino en
particular algo absolutamente diferente de los demás.
Es
decir, como la fórmula de la Coca-Cola.
También
supimos que esto de agregar sustancias ajenas al vino era algo que se habían
visto obligados a hacer desde que se había iniciado su elaboración industrial,
y que antaño no era necesario, cuando la producción, no tan masiva, era
natural, más artesanal y auténtica, cuando el vino era lo que era
exclusivamente gracias a la uva y a la madera de las cubas.
Casi
tuve que arrastrar a Jacobo para sacarlo de allí y marcharnos hasta Briones,
donde comimos tardísimo, en un bar muy parecido a aquél en que conocimos a
nuestras amigas destrozando jamón con Coca-Cola. En esta ocasión repitieron el
atrevimiento con más jamón y queso en aceite, lo que provocó el alboroto de
Jacobo, muy alegre y especialmente atento con Alba desde la visita a las
bodegas.
Quedamos
en vernos para cenar, después del rato de descanso y la ducha de rigor, pero yo
no tenía ganas de volver a salir. Sólo pensar en el evidente juego de mi amigo
con Alba me revolvía las tripas, más cuando se veía que ella lo estaba
siguiendo muy a gusto.
Pero lo
que peor me hacía sentir era la certeza de que yo no tenía tiempo para sentir
ya nada.
De modo
que le dije a Jacobo que no iba, y aguardé su reacción. En contra de lo que yo
esperaba no intentó convencerme de que fuera, lo que evidentemente me sentó
mal, y se marchó tranquilamente sin mí, sonriéndome con su típica expresión de
hallarse en el Nirvana.
Pasé un
largo rato tirado sobre la cama, mirando al techo y regodeándome en mi
desgracia, dándome pena de mí mismo y persuadiéndome de lo desafortunada que
era mi efímera existencia. ¿Enamorarme ahora? ¿Ponerme celoso? ¿Permitirme un
deseo cuando ni siquiera podría esperar que se cumpliera? Si la situación no
hubiera sido tan grave me habría reído de las ganas que ahora parecía tener la
vida de jugar conmigo una última partida, y más aún de que yo pareciera estar
aceptando el reto.
Cuando
me cansé de autocompadecerme decidí que era momento de salir a comer algo en
algún sitio, aunque ello no fuera óbice para que me sintiera muy solo y muy
triste y muy pequeño. Sin embargo, al llegar abajo me esperaba una grata
sorpresa: la monja de las llaves me detuvo con un escueto «lleva un rato
esperándole». Miré hacia el lugar donde me indicaba con el dedo. Sentada en un
viejo sillón de mimbre, leyendo plácidamente una revista religiosa que había por
allí, vi a Alba. Me acerqué despacio, más por ir pensando qué decir que por no
tener prisa, que la tenía, por estar con ella.
–Jacobo
me ha dicho que no te encontrabas bien y he decido quedarme para hacerte
compañía –me explicó, sonriendo con sus granates brillando bajo la luz de las
lámparas del techo–. Ellos se han ido a cenar a Haro en nuestro coche, así que
podemos ir donde te apetezca o hacer lo que tú quieras...
–Je –me
reí con malicia al pensarlo–, a Jacobo no le habrá hecho mucha gracia que te
quedaras...
–La
verdad es que no... –se rió Alba con picardía.
–Yo
pensaba que... que tú y él... vamos, que os habíais caído muy bien...
–Sí,
claro que sí, es muy simpático...
–Pero
no...
–No,
hombre, no –se carcajeó delante de mí, aunque matizó–: ¡Si sólo nos conocemos
de dos días!
–Ya...
Pues qué bien...
–Venga,
estoy aquí, ¿no? –me arrastró del brazo, riendo–. Vamos a algún sitio a cenar.
–Tú
eres la guía local –sugerí–. Llévame donde tú quieras, que yo invito.
Fuimos
a un lugar que ella conocía, a unos diez minutos en coche de San Asensio.
Entramos acompañados por un muchacho alto y delgado, moreno y peinado con una
cola de caballo que apenas murmuró un «buenas noches» sin sonrisa durante el
trayecto hasta nuestra mesa. No era simpático, pero tampoco era antipático; era
correcto, y basta. Por suerte una vez que nos acomodó y entregó la carta
desapareció, y no le volvimos a ver en toda la noche.
El
sitio era muy agradable: todo construido en madera, parecía que se hubiera
aprovechado algún viejo caserón antiguo para instalar el restaurante. El
interior era un amplísimo salón diáfano, iluminado por una luz tenue, por donde
se distribuían las mesas del comedor, de las cuales sólo unas pocas estaban
ocupadas por parejas que no prestaban atención más que a sí mismas, y que ni
siquiera nos dedicaron una mirada casual cuando tomamos asiento.
Durante
un rato contemplé el entorno, seguramente con una expresión de aprecio, pues
cuando volví la mirada al rostro de Alba la vi observarme muy sonriente, con la
satisfacción de aquél que muestra una bella y valiosa posesión a alguien que
hasta entonces no la conocía.
–¿Te
gusta? –me preguntó, apoyando su rostro en la mano izquierda.
–Muchísimo,
es muy... íntimo.
–Sí, es
muy especial, de esos lugares con ambiente para turistas como tú, pero
destinado a la gente local.
–No,
ahí te equivocas –me puse un poco demasiado serio–. No soy un turista. No en
esta ocasión.
–Ah,
¿no?
–No, es
que... –dudé si decirlo o no–. Es que pasé una enfermedad hace poco y estoy recuperándome.
–¿Algo
serio? –me preguntó ella, alarmada.
–No,
bueno, no demasiado... –mentí finalmente, sintiéndome débil y cobarde por no
hallar en mi interior el valor necesario para contarle por lo que estaba
pasando, y lo que me esperaba. La llegada del camarero (un individuo mayor
terriblemente serio y estirado) me hizo posponer el mal trago hasta otra
ocasión más adecuada.
–¿Los
señores decidieron ya? –nos preguntó con voz gutural.
Cerré mi menú y
miré a la chiquilla con mi más imperturbable cara de circunstancias, esperando.
–¿Quieres
que elija yo? –preguntó sorprendida–. Ah, de acuerdo –aceptó, y se dirigió al
camarero con gesto resuelto–: Nos traerá pimientos asados, patatas a la riojana
y carne roja para dos, al punto. Y ensalada.
–¡Qué
barbaridad! –exclamé al oírla.
–Muy
bien –comentó impasible el camarero, ignorando mi comentario como si cenar
tamaña enormidad fuera algo habitual en la zona–. ¿Eligieron ya el vino?
–Sí.
Bodegas Castillo-Gracia, crianza del 95 para empezar. Después tomaremos un gran
reserva del 82. Y agua. De este año.
–Por
supuesto –comentó, muy serio, el camarero, que recuperó los menús y se marchó,
pasando por alto la broma del agua.
–¿Vino?
–pregunté atónito, sin poder imaginarme bebiéndome solo tanto alcohol.
–No
pretenderás cenar con Coca-Cola en la Rioja, ¿verdad? –respondió ella, irónica.
–Pues
no era mi intención, pero tú no...
Su sonrisa de niña
me hizo callar de inmediato. Estaba claro que me aguardaba una sorpresa, pero
en modo alguno la que me llevé un rato después.
Como
soy persona de pocas palabras, salvo que quien hable sea mi interlocutor, las
conversaciones conmigo suelen basarse más en el lenguaje no verbal que en los
sonidos, así que ahí nos quedamos, observándonos mutuamente, yo intentando
captar todo lo que ella pudiera decirme sin hablar. Sonreía, divertida,
sabiendo que la estudiaba y demostrando con su posición que se encontraba muy a
gusto, mientras yo intentaba pensar en algo que decir. Una voz profunda y
cavernosa interrumpió mis pensamientos:
–Señores,
el vino.
Con la
botella del crianza en la mano el camarero dudó, sin poder decidir en la copa
de quién de nosotros dos echaba el primer sorbo de vino, el de prueba. Alba le
miraba, esperando, mientras él me miraba a mí, y yo mantenía una inexpresiva
cara de circunstancias. El pobre hombre lo pasó mal un rato, mirándonos a uno y
a otro alternativamente, sufriendo; su sentido común le decía que tenía que ser
yo, por la costumbre, pero al fin y al cabo había sido ella la que había
decidido el vino. Antes de que yo pudiera darle una ayudita, la mano de Alba me
silenció señalando su propia copa. Al darse cuenta el camarero, respiró
aliviado y rápidamente vertió un chupito del cárdeno líquido, que ella probó
con delicadeza, dando a continuación el visto bueno. Después llenó hasta la
mitad las dos copas, y haciendo una reverencia se marchó.
Apenas desapareció
el camarero Alba apuró su copa hasta el final, de un solo trago, sin respirar y
con los ojos cerrados. No dejó ni una sola gota de vino. Después, la llenó de
nuevo hasta la mitad y me miró con sus ojos granate, luminosos y chispeantes
bajo la débil claridad que nos bañaba.
–Muy
rico.
No
respondí.
–Oh,
vaya –sonrió–. ¿Sorprendido?
–Sí.
–Pobrecillo
–me acarició la mejilla con su mano, en un gesto muy dulce que me turbó aún más
si cabe que lo del vino–. ¿Te he molestado?
–No,
claro que no –respondí, azorado–, pero me siento un poco ridículo. Tú dijiste
que no bebías vino...
–Te
debo una explicación, ¿no?
–¿A ti
qué te parece?
–Es
cierto lo que te he dicho... casi todo. Mi familia no tolera el vino, ni ningún
otro tipo de alcohol, con una única excepción: el nuestro.
–¿Vuestro?
–Sí
–pareció pensar por un instante lo que me iba a decir–. Yo me llamo Alba
Castillo-Gracia. Las bodegas que producen este vino son de mi familia. Pero ya
hablaremos de eso en otro momento. Ahora, bebe.
Me
acercó la copa, empujándola suavemente con su mano aceitunada. Tan cerca, vino
y piel parecían tener el mismo tono, el mismo color que sus ojos, rebosantes de
algo que no me atrevía a interpretar.
–Bebe,
por favor.
¿Cómo
negarse a la sugerencia de una mujer que te ofrece vino fabricado con sus
propias manos? Así que bebí, tras aspirar los efluvios que huían de su cárcel
de cristal transparente.
El vino era
excelente, de color granate intenso, límpido y transparente; servido a la
temperatura ideal, como unos diecinueve grados centígrados, tenía matices de
fruta, canela y hierbabuena que dejaban en el paladar una agradable sensación
amarga y fresca, suave al principio y de finas aristas ácidas en el final de
boca.
–¿Te
gusta el vino? –me preguntó.
–Sí,
riquísimo. Pero no me dejes tomar demasiado, que yo en seguida me mareo –rogué,
para justificar lo poco que iba a beber.
–Y no
podrás conducir...
–Eso.
–Ya lo
haré yo. Bebe.
Y llenó
de nuevo las dos copas, apurando hasta el final, por segunda vez, la suya. Yo
no dije nada, pero no pude evitar pensar que una cosa era que no le cayese mal
el vino de su familia y otra muy distinta que se lo bebiera como si fuera agua.
De forma egoísta también pensé que se nos iba a fastidiar la velada como
siguiera así, de modo que intenté beber un poco más de lo que debía para que
así ella bebiera menos. Lo cual, he de reconocer, no fue difícil, dada la
calidad y frescura del vino, a la vez que inútil: cuando acabamos la botella,
Alba pidió otra igual, que también fue prestamente liquidada.
La
carne llegó escoltada por la botella del gran reserva y dos copas limpias, cuya
transparencia Alba comprobó al trasluz sin ningún recato.
Tras el
protocolo del camarero con la prueba del vino (en este caso ya no dudó), la
propia Alba llenó las dos nuevas copas con el vino añejo, de un color marrón
terroso.
Como
sabía que tenía que hacerlo, dijera lo que dijera, lo probé sin dilación,
deleitándome sobre todo el regusto a madera que inundaba mis papilas
gustativas, subiendo después por el paladar hasta la nariz, repitiendo el
proceso una vez tragado, de dentro hacia fuera, con la primera exhalación de
aire. Realmente exquisito.
Llegado
a este punto empecé a plantearme la posibilidad de pasarme definitivamente al
agua, ya que estaba seguro de que Alba, si seguía bebiendo así, no sería capaz
de conducir para llevarnos de vuelta a casa, y yo tampoco podría hacerlo si
intentaba siquiera batirme en duelo alcohólico con ella. Sin embargo, durante
el resto de la cena, todo mi concepto acerca de la resistencia de las personas
al alcohol se fue por tierra. Ella sola acabó con la práctica totalidad de la
botella, y de dos más. Curiosamente, después de todo lo que había bebido y
lejos del coma etílico que era de esperar, no mostraba síntoma alguno ni en su
voz, ni en su comportamiento, ni en su aspecto general, con la excepción de un
sensible incremento del oscuro tono de su piel, que justifiqué con la difusa
luz que nos iluminaba. Por mi parte, el único efecto que noté tras mi excesiva
ingestión de alcohol fue el completo olvido de mis analgésicos, que no me
hicieron ninguna falta durante la noche.
Tras
los postres (una fina y cuidada selección de dulces locales), casi me desmayo
al ver el disparatado precio del dichoso vino en la cuenta que nos ofreció, muy
amablemente, el camarero.
–Es
carillo, vuestro vino... –comenté impresionado.
–Mucho
–fue todo lo que respondió ella, altiva. Al mismo tiempo, me arrancó el papelito
de la mano, sumó una cifra en él en concepto de propina, lo firmó con una firma
elegante y florida y se lo devolvió al camarero. Él la tomó, la miró de
soslayo, hizo una genuflexión tan exagerada que sólo con verla me provocó dolor
de espalda, se dio la vuelta y se marchó.
Yo me
quedé con la boca abierta.
–¡Eh,
que iba a invitar yo! –protesté.
–Ni lo
sueñes –respondió tajante–. Estás en mi tierra, o lo que es lo mismo: en mi
casa. Así que yo invito.
–Pero...
–No. –Y
ese «no» fue un «no» indiscutible y final que resonó en mis oídos, como una
campanada, mientras salíamos al fresco aire de la noche, más juntos de lo yo
esperaba y menos de lo que deseaba.
Fue en mi coche,
nada más entrar, donde nos besamos. Y donde no ocurrió lo que suponía que ocurriría.
Normalmente
uno se sorprende o asusta por las cosas inesperadas que ocurren. Pero lo que es
verdaderamente raro es aterrarse por algo que no ocurre y que debería ocurrir,
como si un día por la mañana no saliera el sol, o fuéramos a la playa a tomar un
baño y nos encontrásemos con que no hay mar. Esas cosas sí que dan miedo.
Yo
sentí ese miedo mientras besaba a Alba, al no captar el sabor del vino en su
boca.
La
damita se acababa de meter para el cuerpo casi cuatro botellas de vino y,
aparte de que semejante hazaña no le provocara un colapso, su saliva, su
aliento, toda ella carecía del característico olor a vino que empapa las
células del que lo bebe hasta mucho tiempo después de haberlo bebido.
Ella
sabía a ella, y a nada más.
Me
separé instintivamente. Alba, sin comprender, me miró con sus ojos cereza,
preguntándome con la mirada, pero no dijo nada. Yo me quedé mudo. ¿Cómo decirle
que me sorprendía que no oliera a borracha? Soy un caballero y decir esas cosas
estaba fuera de toda discusión, así que le dije que había comido y bebido
demasiado y que no me encontraba bien.
–Verás
–volví a intentar sincerarme–, es que no he estado muy bien, y aún me estoy
medicando. Y las drogas no casan con el vino. Por eso te dije que no era un
turista: Jacobo y yo estamos de vacaciones para ver si acabo de recuperarme.
Alba
aceptó mi explicación, y no dijo nada más, aunque su expresión no me permitió
estar seguro de si se la creía o no.
–No te
preocupes, de verdad –concluí–. Venga, te llevo a casa.
Apenas hice la
propuesta Alba enmudeció, y casi me pareció ver en la penumbra del coche que se
ponía tensa. Me avergoncé sin razón, y reaccioné de un modo estúpido
justificando lo que en modo alguno era una proposición:
–No,
no, quería decir que te llevo a tu casa y te dejo en la puerta, no estaba
insinuando nada, es decir, no te proponía que tú y yo... bueno, eso, que te
llevo y ya.
Ella
sonrió con esfuerzo ante mis tribulaciones:
–Claro,
no te preocupes, ya te entiendo. No pasa nada. Te agradezco mucho que me acompañes.
–Y agregó con humor–: A estas horas lo iba a tener difícil para tomar el
autobús...
Desde
que atravesamos la verja barroca con el escudo heráldico que delimitaba las
propiedades de su familia pasaron al menos diez minutos hasta que divisamos la
silueta de la casa. Estábamos a unos quince kilómetros de San Asensio, en mitad
de la nada más desolada. Pude apreciar interminables y monótonos campos de vid
a derecha e izquierda, salpicados de tanto en tanto por claros unidos a la
carretera por pequeños caminitos pelados que servirían para los vehículos que
recogían la uva en tiempos de vendimia.
Una
nueva verja, más recargada y alta que la precedente, franqueaba el paso a la
zona de la casa propiamente dicha, a la que se llegaba tras recorrer unos
cientos de metros de arbolado y jardines. Como la primera, la verja se abrió
sin que Alba hiciera nada, excepto mirar de frente a la pequeña cámara que
estaba camuflada entre las enredaderas que la adornaban, serpenteando.
Siguiendo
sus indicaciones dejé el coche en la puerta, y ya me disponía a despedirme de
ella cuando me preguntó, con una expresión igual al que pregunta la hora por la
calle:
–¿Quieres
entrar?
La
inquietud me dio un empujón por la espalda, juguetona. Noté que se me calentaba
el rostro y se me aceleraba el pulso, pero Alba tiró de las riendas de mi
imaginación antes de que se desbocara:
–Tranquilo.
Mi padres andarán todavía por ahí. Se acuestan muy tarde. ¡Y no sabía yo que
fueras tan tímido!
Sintiéndome
pillado en un renuncio, como un niño, asentí agachando la cabeza y entré detrás
de ella.
Según
me explicó Alba, la casa no era sólo una casa. Dentro de la gran extensión que
ocupaba estaban la vivienda, la planta de producción vinícola y la bodega
donde, por un lado, se criaban en barricas los vinos recién elaborados y, por
otro, se almacenaban y envejecían las botellas llenas, listas para su consumo.
Nada
más entrar salió a nuestro encuentro la madre, una mujer alta y rubia de ojos
azules que había cedido sus rasgos de muñequita a la hermana pequeña. Me
observó al presentarme y enseguida me dio un abrazo y un par de besos
maternales que, junto a su cautivadora sonrisa, me envolvieron y me hicieron
sentir de repente como si estuviera en mi propia casa.
La
conversación atrajo al padre, que llegó sonriendo desde lejos. Mucho mayor que
la madre y de lo que yo, no sé por qué, me esperaba, me tendió la mano desde
lejos, estrechando la mía con fuerza, pasión y afecto.
Nada
más verle supe que era un auténtico Castillo-Gracia: el pelo, blanco en su gran
mayoría, conservaba aún algunos mechones cobrizos por encima de la nuca, la
piel aparecía cetrina y muy arrugada y los ojos, pequeños y observadores, eran
granates como un rubí.
–¿Tiene
prisa? –me preguntó cuando las presentaciones y la cháchara de rigor hubieron
llegado a su fin.
–Pues...
bueno, es un poco tarde... –pensé sobre la marcha cómo decir que no sin que se
notara que era un «no», pero sin que quedara duda de que lo era–. Anoche apenas
pude pegar ojo y hoy ha sido un día muy largo. –Miré a Alba, que estaba seria–.
La verdad es que estoy que no me tengo en pie.
–Claro...
–comprendió, y creo que no se ofendió–. Pero sí que tiene unos minutos para
tomar un vino, ¿verdad? Ya le habrá explicado Alba que nosotros...
–Sí,
papá –le interrumpió ella–, ya le he contado que somos productores. Pero te ha
dicho que está cansado y que no...
–Sólo
una copita... –Había como un ruego en su voz. Era obvio que me iba a ofrecer un
vino de los suyos, y no quise decepcionarle. Hubiera sido como negarse a
conocer a la mujer de alguien que te la quiere presentar.
–Por
supuesto, con mucho gusto –acepté finalmente–. Pero sólo una, que hoy ya he
bebido bastante.
Muy
satisfecho, se dio la vuelta mientras me hacía una seña con la mano para que le
acompañara. Alba me siguió, escoltándome, y la madre desapareció por un pasillo
a la derecha.
Entramos
en lo que debía de ser, por su tamaño y configuración, el salón de la casa. Era
una amplísima estancia decorada muy espartanamente, con una larga mesa de
madera basta en el centro y sillas a los lados. De las paredes laterales
colgaban cuadros bastante feos de paisajes; enfrente se abría una enorme
chimenea y, a su derecha, un montón de aperos de labranza colgados de la pared,
junto a un gigantesco rosario de cuentas de madera. Sobre la chimenea destacaba
una especie de panfleto de papel enmarcado en madera, amarillento y en
apariencia muy antiguo, con dibujos de viñas y bodegas, y un texto escrito con
ornamentadas letras negras. Incitado por la curiosidad me acerqué un poco hasta
poder leerlo. De todo, llamó mi atención un párrafo:
«El
vino aumenta la fuerza muscular, exalta el sentido generativo, estimula el
sistema nervioso y psíquico, rinde fácil la elocuencia, empuja a la
benevolencia, predispone a la asociación, al perdón y al heroísmo, anima la
fantasía, hace lúcida la memoria, aumenta la alegría, alivia los dolores,
destruye la melancolía, concilia el sueño, conforta la vejez, ayuda a la
convalecencia y da aquel sentido de euforia por donde la vida transcurre leve,
larga y tranquila».
–No
sabemos quién lo escribió –relató el padre–. Ha estado en nuestra familia desde
siempre, cuando algún antepasado decidió que el vino era la razón de su vida y
que a él le iba a dedicar la suya y la de sus descendientes. –Se rió suavemente–.
Ingenioso, ¿verdad?
–Sí, ya
lo creo. –Y me atreví a comentar–: Sobre todo me gusta eso de que exalta el
sentido generativo...
–Nosotros
no tenemos ni idea de a qué se referiría. –Se rió con ganas, aceptando de buen
grado la broma.
Me
indicó que tomara asiento, mientras él desaparecía por otra puerta, seguido de
su hija. Pude entrever que descendían unas escaleras, así que imaginé que
bajaban a la bodega.
En
efecto, cinco minutos más tarde (durante los que me dediqué a contemplar la
estancia, tamborileando expectante con los dedos sobre la mesa de madera)
retornaron ambos, portando tres botellas de vino y tres copas que depositaron
frente a mí, sobre la mesa.
Las
botellas eran de cristal verde oscuro y carecían de etiqueta o de cualquier
otro tipo de identificación, pero estaba claro que contenían vino, elegido por
ellos para mi deleite.
Con un
sacacorchos metálico de cinco vueltas el hombre abrió una de ellas, con
indiscutible maestría y experiencia de años, y olió el corcho durante un
segundo. Lo que captó pareció satisfacerle, porque sonrió y vertió un poquito
en una de las copas. El vino era de un color rojo granate, transparente y
limpio. De forma imprevista, fue él, y no su invitado, o incluso su hija, quien
probó el vino en primer lugar, después de verificar, alzando la copa, su
hermoso y cristalino color rubí.
Lo
bebió con los ojos cerrados, aspirando primero su aroma. Me pareció que se
reencontraba con alguien muy conocido y amado. Viendo su expresión placentera
me pareció que ese primer trago era como un primer beso previo a una apasionada
sesión de amor.
Se
sentaron frente a mí, al otro lado de la mesa, y entonces Alba llenó mi copa
hasta la mitad, acercándomela. En ese momento volvió la madre, que distribuyó
unas bandejas con pinchos destinados a acompañar el selecto vino familiar.
También se sentó frente a mí, de modo que me quedé en un lado de la mesa, de
cara a los tres miembros de la familia que me miraban fijamente y muy
sonrientes, lo cual achaqué a la satisfacción que les producía compartir con
alguien el fruto de su trabajo, del que tan orgullosos se sentían.
La
sonrisa se hizo más amplia en cuanto tomé la base de la copa, levantándola y
contemplando el transparente tono rojizo de la bebida. Me pareció que se
aproximaban un poco a mí al mismo tiempo que yo acercaba la copa a mis labios.
Me detuve un instante, con la repentina sensación del que se va a tomar un
veneno en presencia de los ejecutores que aguardan impacientes el resultado. Mi
pausa pareció impulsarles a acercarse más, y sólo les faltó ayudarme, empujando
la copa con sus propias manos. Finalmente vencí mis reticencias y bebí; al fin
y al cabo poco tenía que perder, aunque el rojo vino fuera cicuta pura.
Pero
no. El vino era vino. Un vino incomparable, infinitamente mejor que los que
había bebido en el restaurante. De pardos brillos teja, era sin duda un vino
añejo, muy viejo, pero que aún conservaba los matices de fruta fresca y madura,
con regusto final a menta, canela y otras especias.
Y
también a algo más que fui incapaz de reconocer, y que encendió una señal de
alerta en mi deteriorado interior. Algo con fondo dulce y una pizca de sal, muy
diluida en el todo que componía un conjunto tan artístico.
No me
dieron tiempo a demostrar mi agradecimiento por hacerme conocer semejante
delicia: de repente, padre e hija se lanzaron a llenar y consumir ávidamente
sus copas, como dos lobos hambrientos sobre su presa, como dos drogadictos con
síndrome de abstinencia frente a la jeringuilla, como yo mismo ante los
analgésicos, como si, en resumen, les fuera la vida en ello. No pareció
sorprenderles mi expresión de pasmo, ni en ese momento ni en todos los momentos
posteriores correspondientes a otras tantas copas de vino, hasta que cayó la
primera botella.
Y
después, las demás.
No me
pilló por sorpresa observar que también la piel del padre se oscurecía
progresivamente a medida que bebía más vino, al mismo tiempo que sus ojos
pasaban del color granate al marrón oscuro, igual que había ocurrido en el
restaurante con Alba, sin dejar traslucir el menor síntoma de embriaguez.
Intentando hallar una razón que lo explicara supuse que estaban tan
acostumbrados a su vino que ya no les
afectaba, motivo por el cual no bebían ningún otro. Aunque me seguía pareciendo
humanamente imposible. Por mi parte no escatimé halagos para lo que me parecía
una auténtica delicia, cuando el patriarca me preguntó mi opinión acerca del
vino.
–Vuelva
mañana por la tarde y le mostraré la planta de producción y las bodegas –me
propuso sonriendo cuando ya me iba a marchar. Yo acepté la invitación por
cortesía, pues aunque siempre había querido aprender sobre ese mundillo desde
dentro, guiado por alguien de verdad implicado, en aquellos momentos ya me daba
igual quedarme sin conocerlo.
Alba,
al contrario que su padre, no pareció muy interesada en el asunto.
–Es que
siempre tiene que importunar a las visitas con su vino y sus bodegas –me
explicó cuando salimos de la casa, muy disgustada–. No se da cuenta de que
puede haber a quien no le interese en absoluto.
–Déjale,
mujer –tercié yo–. Él disfruta con ello, lo mismo que tú durante la cena. Para
él es importante, es algo muy suyo, y hay que entenderlo.
–Ya,
sí, pero es que... Bueno, es igual, tienes razón. Gracias por traerme, nos
vemos mañana. –Me dio un rápido beso en los labios que no me supo a nada y se
metió de nuevo en la casa.
De
camino al pueblo me asaltó de nuevo la inquietante sensación que ya me había
intrigado durante la cena en el restaurante: yo también había bebido bastante
(el vino estaba tan bueno que no pude resistirme), no sólo más de lo que debía,
sino más incluso de lo que había bebido nunca en una sola sesión. Sin embargo,
ahora que conducía en mitad de la noche cerrada sintiendo una lucidez mental
extraordinaria, volvía a comprobar con sorpresa y placer que lo único que el
vino, que ese vino, provocaba en mí
era la total anulación del permanente ramalazo de dolor que siempre resistía
aferrado a todos y cada uno de mis huesos, incluso cuando los calmantes estaban
haciendo su más intenso efecto. Me dio un poco de miedo especular que, al igual
que sus productores, acabaría haciéndome adicto a esa bebida.
Si
tuviera tiempo.
Cuando
de madrugada entré en mi habitación me extrañó un poco no encontrar durmiendo a
Jacobo, pero no pensé mucho en ello, ya que estaba tan cansado y me sentía tan
bien que me dormí casi inmediatamente, olvidándome incluso de la preceptiva
dosis de analgésico.
Fue al
despuntar el día cuando pagué mi negligencia nocturna, al despertar
retorciéndome de dolor mientras buscaba las pastillas olvidadas en el bolsillo
de mi cazadora. Cuando conseguí aplacar un poco el hambre de la bestia me di
cuenta de que la cama de Jacobo seguía sin él dentro y sin deshacer. Abajo, la
monjita me dijo que no había ningún mensaje suyo, así que supuse que habría
estado de juerga con María toda la noche y que probablemente me lo encontraría
por la tarde en su casa.
Para
despejarme me fui a pasear por el pueblo, intentando en vano que el tiempo
pasara más deprisa. Durante toda la mañana me sorprendí pensando a cada
instante en Alba, dando mil vueltas al asunto y padeciendo la creciente
angustia que me producía la certeza de que, a pesar de todo, no existía futuro
alguno para nosotros. Me sentía desolado y, a la vez, culpable por no compartir
mi secreto con ella, por no darle la oportunidad de elegir.
Comí de
mala manera en un bar (con un buen vino que, después de haber probado los
Castillo-Gracia, me supo a garrafón) y volví al albergue para cambiarme de ropa
y prepararme para la visita, mientras todo lo que hacía estaba presidido por
unos ojos refulgentes de tonos picota.
Cuando
por fin llegué a su casa, Alba hizo amago de besarme en los labios, pero yo me
limité a plantarle dos besos en las mejillas. No podía hacerle la faena de
ilusionarla con algo imposible por culpa de la brevedad de mi futuro. Ella sólo
me miró y me sonrió con una gran dulzura, dándome la sensación de que me
entendía, de que sabía lo que pasaba en mi mente y en mi cuerpo.
Me
acompañó hasta el salón, ahora cálidamente iluminado por la luz natural que
entraba por los diversos ventanales que se abrían a la calle y en los que no
había reparado antes por estar cubiertos por humildes pero hermosas cortinas,
totalmente integradas en el resto de la sencilla decoración. Sentado a la mesa
estaba su padre, que al verme se levantó dirigiéndose hacia mí con una sonrisa
y la mano afectuosamente extendida. Yo le tendí la mía, que él estrechó con las
dos suyas de un modo muy efusivo, haciéndome sentir bien.
Inmediatamente
me informó de que primero veríamos la planta productora, avisándome de que la
íbamos a encontrar vacía, limpia y muda, pues la temporada aún no había
comenzado. Como si fuera otra visita turística, el propietario me mostró, con
alegres y pormenorizadas explicaciones, todo el proceso de producción del vino
de su familia, desde la maceración de la uva hasta la fermentación del mosto en
depósitos de acero inoxidable. Al llegar a este punto tuve que preguntarle
acerca de los ingredientes secretos de los que nos habían hablado en las bodegas
del día anterior.
–¡Claro!
–exclamó, riendo y guiñándome un ojo–. Nosotros también tenemos un componente
secreto. Pero como su propio nombre indica, es un secreto, y no se lo puedo
revelar...
Volvimos
al salón, donde Alba se entretenía preparando cosas en la inmensa mesa de
madera. Al verla afanarse en platos, cubiertos, copas y pinchos variados empecé
a esperarme el paso previo por la mesa para la consabida e ineludible cata de
los vinos. Como si estuviera pensando en voz alta, el cabeza de familia me tomó
del brazo, arrastrándome feliz y contento hacia la puerta por la que había
desaparecido la noche anterior, en busca de los excelentes caldos familiares.
Alba se
despidió de mí, cuando me volví para mirarla, con una sonrisa y un suave
encogimiento de hombros.
Nada
más traspasar la puerta nos encontramos con una empinada escalera por la que no
cabíamos los dos juntos. Entonces él se adelantó, y yo le seguí. Pude observar
que el estrecho túnel por el que descendíamos (y que yo tenía que recorrer algo
agachado para no golpear mi cabeza contra el techo) estaba maravillosamente
cubierto de ladrillo rojo, formando bellos dibujos que me parecieron de estilo
árabe. Adivinando mis pensamientos me explicó que había sido él personalmente
quien había realizado tan laborioso trabajo, partiendo de un agujero en la
tierra que llevaba a la cueva por una pronunciada y peligrosa pendiente, muchos
años atrás.
El
recorrido parecía interminable, y la temperatura iba disminuyendo a pasos
agigantados, hasta casi tornarse auténticamente fría. Empecé a sentir
claustrofobia, y ya pensaba en la cantidad de metros de tierra que se
amontonaba sobre nuestras cabezas cuando llegamos al final del recorrido.
La
escalinata terminaba en una amplia, amplísima bóveda natural sin desbastar que
se iluminó con una luz macilenta cuando pulsó un interruptor en la pared,
desvelando un número incontable de botellas tumbadas bajo capas de polvo en
estanterías que se extendían por toda la cava, repartidas en diferentes zonas
que debían de albergar vinos de diferentes añadas.
–Aquí
guardamos botellas de cosechas que tienen más de cien años –me dijo pensativo
mientras le quitaba el polvo a la que tenía más cerca–. Éstas nunca alcanzarán
el mercado, aunque son lo mejor que ha producido nuestra familia. Las guardo
por amor, ya que muy raramente abrimos alguna.
–Entiendo
–dije intentando comprender lo que me parecía incomprensible–: como el que
colecciona sellos, que nunca los pegaría en una postal para enviar desde la
playa.
–Eso es
–sonrió, comprendiendo mi pobre ejemplo–. Alguna de estas botellas alcanzaría
en una subasta un precio que no se puede ni imaginar. El vino es mucho más que
una bebida: como un hijo, es un auténtico tesoro. Y uno nunca vendería a un
hijo...
Mientras
recorríamos los altísimos estantes plenos de botellas sentí un poco de
tristeza: allí había cientos, miles de ellas almacenadas; eran como pequeños
seres que me hablaban con susurros de los años que habían pasado allí, en
oscuridad y silencio, sólo acompañadas de otras botellas, décadas de vida que,
al final, de poco iban a servir, porque nadie podría escuchar jamás su
sabiduría.
–Vamos,
por aquí se entra a la zona de crianza –interrumpió mis cavilaciones mientras
empujaba una puerta que se abría en un muro, al otro extremo de la cava.
–¿Crianza?
–pregunté, intentando adivinar en dónde nos encontrábamos si no.
–Claro
–respondió, extrañado de mi ignorancia–. El vino envejece en la botella, pero
se cría en la madera. ¿No lo sabía?
Si la
sala de las botellas me había pasmado por su amplitud, la de crianza lo hizo
por sus gigantescas dimensiones. Se extendía a derecha e izquierda al menos
cien metros de pared a pared, y su profundidad era indeterminada, al perderse
en la oscuridad. Hasta donde la luz llegaba había barricas de madera color
caramelo, apiladas unas sobre otras en cinco filas que ocupaban la totalidad de
los más de seis metros de altura de la gruta y distribuidas en tres zonas
separadas por pasillos de un par de metros por los que se podía transitar
cómodamente.
Debía de
haber miles de barricas allí amontonadas.
–Aquí
esperamos a que el vino crezca –explicó mi guía mirando y acariciando uno de
los barrilitos–, a que se haga mayor, a que se tranquilice. Cada una de estas
barricas tiene 225 litros, y son de roble blanco americano. La función del
roble es acompañar y realzar los aromas propios del vino, servirle de base y
mezclarse con él discretamente. La calidad del vino la da el sabor a roble
nuevo, por lo que las barricas se usan seis o siete años y después se renuevan;
las maderas viejas –concluyó– no aportan absolutamente nada al vino aunque,
como en todo en esta vida, hay excepciones.
Llegado
a este punto se calló, y yo no pedí más detalles, por no demostrar más
claramente mi ignorancia supina.
Tras
caminar un rato por uno de los corredores llegamos a una intersección, a la
derecha de la cual se abría un estrecho ramal. Un leve brillo atrajo mi mirada
hacia la pared del fondo, donde descubrí lo que podía ser una puerta que
destellaba con matices metálicos. Sin pensarlo me encaminé hacia allí, seguido
en silencio por mi acompañante, que no hizo nada por detenerme. Al llegar al
extremo del largo pasillo y encontrarme con lo que efectivamente era una puerta
blindada pensé que no tenía mucho sentido tener en la bodega lo que supuse que
sería la caja fuerte de la familia, pero por discreción y sentido de la
oportunidad me abstuve de comentar nada.
Permanecimos
allí, contemplándola, un par de minutos, hasta que el hombre se dio la vuelta y
despacio deshizo el camino andado. Yo le seguí sin abrir la boca.
–Los
barriles de la zona de la izquierda contienen los vinos que acabarán siendo
crianzas –continuó explicándome mientras volvíamos, eludiendo el tema de la
puerta–. Los del centro serán reservas, y los de la derecha, grandes reservas.
Luego de estabilizarse más o menos tiempo en la madera pasarán años en la
botella donde, como ya le dije, se harán viejos. La mayor parte se destina al
consumo público, aunque sólo se distribuyen por la región. Otros, una minoría,
nos los quedamos nosotros.
–Pero
sin bebérselos todos –quise recordar.
–Sólo
algunos –matizó–. Y sólo en ocasiones muy especiales.
–Y el
que tomamos ayer, ¿de qué tipo era? –pregunté ingenuamente.
–Secreto
de familia –me respondió él inmediatamente, recuperando la sonrisa. Y añadió,
orgulloso–: Pues si le gustó el de ayer, ya verá el de hoy.
En ese
momento dio por terminada la visita y se dirigió de nuevo a la salida, pero
antes de emprender el ascenso por las empinadas escaleras hizo una pausa en la
zona de las botellas. Pareció meditar unos instantes y luego se perdió por
entre las estanterías llenas. Volvió al cabo de un minuto con seis botellas no
identificadas en sus manos. Después, volvimos arriba.
Cuando
mis ojos, acostumbrados a la penumbra de la cueva, se adaptaron de nuevo a la
intensa luminosidad del salón vi que durante nuestra ausencia todo había sido
preparado para recibirnos: la mesa lista, las suculentas viandas dispuestas,
las dos mujeres sentadas y sonrientes, las tres copas de cristal transparente...
y las botellas de vino que fueron distribuidas por el padre, con sumo cuidado,
entre los platos de comida.
El
vino, una vez más, resultó ser soberbio, aún mejor que el del día anterior, lo
más rico que había probado nunca. Pero lo que más me agradó fue que al tomarlo
me sentí de maravilla, sin el más mínimo dolor, sin una molestia siquiera, lo
que me animó a beber, una vez más, bastante más de la cuenta.
Lástima
que el momento se enturbiara por el lamentable espectáculo que suponía ver a
padre e hija tragando vino como si compitieran para batir un récord.
Un buen
rato después, cuando todas las botellas estaban ya vacías, me puse en pie,
despidiéndome de los progenitores con mis más sinceras muestras de admiración y
agradecimiento. Ellos, como única respuesta a mis alabanzas, sólo me dijeron
adiós con una leve inclinación de cabeza. Alba me acompañó a la calle, donde
nos encontramos de frente con María, que volvía a la casa.
Sola.
La
saludé afectuosamente y, de paso, le pregunté por Jacobo.
Ella me miró con
una expresión que me pareció a medias entre distraída y preocupada. Miró a su
hermana, que permanecía impasible, y entró en la casa. Pero lo que de verdad me
inquietó fue que Alba tampoco dijera ni preguntara nada. Algo raro estaba
pasando allí, de eso no cabía la menor duda, pero creí mejor no insistir, y
volví al albergue en mi coche.
Jacobo
no había vuelto, y Sor Llavero no tenía nota alguna de su parte. Haciendo caso
omiso a la expresión desaprobatoria de la anciana volví a la habitación, y me senté
en la cama para meditar los pasos que daría a continuación.
Serían
las tres de la madrugada cuando detuve el coche a unos cinco minutos a pie de
la vivienda de los Castillo-Gracia, tras haber atravesado la verja de la
entrada a la hacienda que, incomprensiblemente, me encontré abierta y sin
ninguna vigilancia.
También
estaba abierta la cancela de la casa, y hasta la misma puerta de entrada. Yo,
como no soy estúpido, me di cuenta en seguida de que la familia me esperaba. No
sé por qué seguí adelante, lo más sensato hubiera sido abandonar y buscar a mi
amigo en otra parte, o avisar a la policía, pero la certeza de que mi visita no
era inesperada y la amistad que sentía por él me impulsaron a continuar
avanzando, muy tranquilo, aunque preparando inconscientemente en mi cabeza un
discurso exculpatorio para cuando llegara el momento en que me descubrieran
merodeando por allí sin haber sido invitado.
Atravesé
el desierto salón, sólo iluminado por la luna, y tras abrir la puerta de la
inmensa bodega (que no tenía la llave echada) descendí la empinada hilera de
peldaños hasta llegar al fondo de la cueva. Como si un sexto sentido me
estuviera gritando en el oído dónde buscar, corrí entre botellas primero, y
entre barricas después, hasta hallarme frente a frente con la enorme puerta
metálica que había visto en mi visita anterior. Encarándola, sólo necesité
apoyar mi mano sobre ella para que, con un susurro suave, se abriera
lentamente.
Este
acto activó la conexión, no de una estridente alarma, como sería de esperar,
sino de una luz acogedora y leve que me recibió con los brazos abiertos,
mostrándome gozosa al morador de la sala.
Era
otra barrica de roble.
Pero
ésta era diferente de las demás, ya que ocupaba la casi totalidad de los
aproximados diez metros cúbicos del recinto abovedado, dejando su forma ovalada
apenas hueco para rodearla. Era, en una palabra, titánica.
De la
parte trasera surgían, ocultas en gran parte a la vista, dos tuberías de metal
grisáceo que ascendían y se perdían por dos boquetes abiertos en el techo, lo
que junto a un soporte férreo con forma de patas la asemejaba a un insecto
gigante, gordo y panzón. Encorsetada con fuertes tirantes de metal, la madera
de que estaba construida se veía viejísima y su color, muy oscuro, hacía tiempo
que había dejado de ser marrón. Aparecía húmeda a la vista, y al acercarme y
tocarla descubrí que el brillo estaba producido por la condensación del aire en
su superficie, que estaba muy fría.
Pero
todo pasó a un segundo plano cuando observé el frontal, donde sólo aparecía una
inscripción negra, una fecha, grabada a fuego en la madera: «Año de Nuestro
Señor de 1515». Eso, increíblemente, significaba casi quinientos años. Debajo
del rótulo, un gran grifo de madera negra, del que no goteaba nada.
No tuve
más tiempo para asombrarme. De algún sitio detrás de la barrica y hasta
entonces escondidos por su mole aparecieron tranquilamente Alba y su padre.
Cada uno por un lado la bordearon hasta llegar y detenerse frente a mí. Los
miré a una y al otro: estaban muy, muy serios, mirándome a su vez con cara de
pocos amigos.
El
hecho de que no viera que portaran armas no me tranquilizó, pero esperé,
absolutamente inmóvil, hasta que alguno de los dos se decidiera a decirme algo.
Fue
Alba quien rompió el hielo, con una voz que me sonó más triste que enojada.
–Hola.
–Eh...
hola –dije, sin tener ni idea de lo que iba a pasar.
–¿Qué
haces aquí?
–¿Serviría
si te dijera que estudiando la producción de los vinos Castillo-Gracia?
–respondí pensando que el humor podría aflojar un poco la tensa situación.
–No
creo que sea para broma –respondió ella elevando un poco la voz y aproximándose
unos centímetros a mí–. Te has colado en nuestra casa sin permiso.
–¡Pero
estaba todo abierto! –me justifiqué–. Parecía que me estabais esperando... –Su
silencio me animó–: ¿O no?
–Sí.
–De repente se relajó, su cuerpo se aflojó, y casi, casi sonrió–. Es cierto, te
estábamos esperando.
–¿Y
eso? –pregunté, intentando aparentar ingenuidad.
–¿No te
lo imaginas? –No llegó a sonreír del todo y yo, en lugar de sosegarme, sentí un
escalofrío.
–¿Debería?
–insistí en mi ingenuidad. Y entonces contraataqué, señalando la barrica–: ¿Qué
hay ahí dentro?
–Pues
vino –dijo ella, tranquila y aparentemente sorprendida por mi pregunta–. ¿Qué
otra cosa podría haber?
El
padre, de repente, cortó en seco nuestra amistosa conversación.
–¿Quiere
saber lo que hay en la barrica, hijo? –me preguntó, recorriendo con su vista la
estancia hasta apoyarla en el tonel.
–Sí,
señor –respondí humilde y dócil, calmado por su voz suave.
Pero
antes de que él pudiera continuar, lo volví a sentir: el dolor, atacándome a
traición con una furia que jamás antes había sentido. Me doblé, intentando en
vano amortiguar el espanto que me devoraba las entrañas, como una aguja
incandescente que penetrara en mi organismo siguiendo y adaptándose al
recorrido de mis nervios.
En mi
agonía pude vislumbrar que el padre miraba a la hija con expresión triste; ella
le devolvió la mirada y asintió de modo apenas perceptible. El anciano suspiró
y se acercó a mí, con sus tranquilos ojos granate fijos en mis ojos asustados.
Yo temblé, sin poder moverme, de rodillas en el suelo, esperando y deseando que
de un momento a otro alguien sacara por fin el arma que acabara con mi
sufrimiento de una vez por todas.
Agachado
frente a mí, puso sus manos en mis hombros. Yo noté su calor, pero más aún
sentí el ardor de sus ojos de fuego. Pasaron largos segundos, un transcurrir de
tiempo que se me hizo eterno. Creí ver lágrimas en su curtido rostro.
De
repente deshizo el conato de abrazo y se dirigió hacia la barrica. La acarició
con una mano temblorosa.
Alba
sacó de algún lugar un vaso de grueso cristal, que entregó a su padre. Él lo
tomó, dándome la espalda y situándolo bajo el grifo de madera. Lo giró un
cuarto de vuelta y un espumeante chorro de líquido rojo como la sangre brotó
ansioso de la espita, llenando el vaso en un instante. Se lo dio a la hija, que
lo tomó entre sus manos con extremo cuidado.
Alba se
acercó a mí y me lo ofreció. Yo estaba a la vez aterrado y confundido. Me
negué, volviendo el rostro pero incapaz de alejarme, ni siquiera de moverme.
Ella insistió, acercando el vaso a mi boca con un movimiento brusco. No bebí.
Sentía como mi razón se iba anulando, poco a poco, por el creciente dolor. En
ese momento mis ojos debieron de mostrar auténtico terror, porque tras clavarme
sus ojos llameantes se alejó de mí. Y fue entonces cuando, por fin derrumbado
por el dolor, caí al suelo, abatido y resignado. Ya no me importaba ni Jacobo,
ni esa familia espantosa, ni ninguna otra cosa que no fuera mi sufrimiento, mi
enfermedad y mi inminente muerte. Al menos les iba a privar del placer de
acabar conmigo arrojándome dentro del gigantesco barril.
Al
verme tirado y retorciéndome en el suelo, Alba se giró de nuevo, volvió junto a
mí y se arrodilló a mi lado. Volvió a ofrecerme el vino. Puso su mano en mi
nuca, y el borde del vaso en mis calenturientos labios. Sólo me dijo, muy
dulcemente con una voz que me pareció plena de amor: «Bebe». Lo que intuí en
esa simple palabra no podré explicarlo jamás. De repente supe que no iba a
hacerme ningún daño, y que podía confiar en ella. Ya sin dudar, bebí del vaso
que me ofrecía.
Un
segundo, dos, tres, y los sabores explotaron, recorrieron mis labios, mi
lengua, mi paladar, extendiéndose por toda mi boca, ampliándose, invadiéndome
de olor, tacto y gusto. El líquido rojizo era, sin lugar a dudas, vino. Pero
distinto. Diferente a cualquier otra cosa que hubiera probado antes. Un sabor
fuerte. Intenso. Cambiante segundo a segundo. Especias, frutas y frutos,
madera, savia... y algo indescriptible que ascendió por mi garganta hacia la
parte interna de mi rostro, que trepó por el fondo de mi nariz y siguió más
allá, hasta llenarme por completo la cabeza. Un sabor que más que sentirse se percibía,
cuyos matices de suave dulzura y mil cosas más fueron creciendo y creciendo
hasta casi hacerme perder la capacidad de discernir.
Lo
recibí en mi estómago encogido con una sensación de frío, que me hizo
consciente de sus límites dentro de mi cuerpo. De ahí pasó a mi vientre, como
una sonda, y de ahí, un instante después, a mis venas. Mezclándose en mi
torrente sanguíneo, como algo vivo dotado de conciencia propia, el frío se
transformó en un calor intenso que recorrió cada arteria, vena y capilar de mi
sistema circulatorio, expandiéndose, asaltando y empapando cada uno de mis
órganos, llegando hasta la misma médula de mis deteriorados huesos.
Y el dolor
desapareció.
Abrí
mucho los ojos, desconcertado; Alba recuperó su calma, tal vez halagada por el
asombro que se reflejaba en mi ardiente rostro.
–¿Te
gusta? –preguntó, mirándome fijamente, aunque no esperaba una respuesta.
Yo sólo
pude permanecer callado, emocionado como sólo se puede emocionar un adulto que
descubre algo nuevo que siempre ha estado escondido, mirando sus ojos de vino
que en esos momentos me gritaban todo lo que sus palabras todavía no me querían
decir. Sólo la miré, y ataqué con ansia el resto del contenido del vaso.
Después,
muy despacio, ella se puso en pie, sin decir nada. Yo la imité, sintiendo cómo
mis músculos, dotados de una nueva fuerza, respondían obedientes a mis deseos
como hacía tiempo que no ocurría.
El
padre, testigo mudo hasta entonces, recuperó el vaso de mis manos y lo volvió a
llenar del vino de la gran barrica. Lo alzó a la luz y, después de mirarlo, y
olerlo, y volverlo a mirar, se lo entregó a su hija, quien lo bebió de un
trago.
Lo
llenó otra vez. Cuando el líquido bermellón saltó contento hacia la luz
cristalina del recipiente, repitió el protocolo con él mismo, tragándolo sin
respirar.
Ambos
me miraron. Y entonces aprecié cómo sus ojos, hasta ese momento del color
granate al que ya me había habituado, adquirían en cuestión de segundos el
matiz sangriento del rojo vino que acababan de ingerir. El cano pelo del hombre
se tornó cobrizo, y el cobrizo de la chica, cetrino. Al mismo tiempo la piel de
ambos (manos, brazos, cuello, rostro, todo lo que estaba a la vista) se
oscureció hasta el punto de parecer hecha de la misma madera de roble vieja y
ennegrecida con la que estaba fabricada la barrica que se levantaba,
majestuosa, a sus espaldas.
–¡Dios
mío! –pude por fin exclamar–. ¿Qué es esto?
–Vino
–respondió Alba suavemente–. Sólo vino.
–¿Sólo
vino? –casi grité–. Pero, ¿qué me estás diciendo, Alba? ¡Esto es lo más... lo
más...!
–intenté hallar una palabra adecuada que lo describiera,
pero ante la imposibilidad de hacerlo, usé una más normal– ¡...lo más increíble
que me ha ocurrido nunca!
–Entonces
–dijo satisfecha–, ¿te ha gustado nuestro vino?
–¿Cómo
que si me ha gustado? –respondí, muy alterado–. ¡Es alucinante, fantástico, lo
más delicioso que he probado nunca! Pero eso no es lo que me altera, sino
sus... sus efectos en mi... en mi...
–¿En tu
organismo? –terminó mi frase.
–Sí,
eso precisamente –respondí todavía confuso.
–¿Cómo
te sientes? –me preguntó, acariciando mi mejilla con su mano.
–No lo
sé... Como nunca me había sentido, creo –afirmé, tras dudar un poco–. Incluso
mejor que antes de mi...
–¿De tu
enfermedad? –terminó otra vez mi frase.
Por un
segundo me angustió que a causa de mi demacrado aspecto fuera tan evidente,
pero en seguida me relajé, sintiéndome al fin liberado de mi secreto.
–¿Me
vas a contar qué he bebido? –insistí, sonriendo.
–Vino,
ya te lo he dicho... –contestó, muy seria, pero un instante después la vi
distenderse–: Es la gran barrica –confesó por fin, volviéndose hacia la cuba–. Quercus Alba. Roble blanco –aclaró
sonriendo al verme la cara–. Es muy vieja, y muy especial.
El
padre permanecía atento a nuestra conversación, pero sin intervenir, respetando
a su hija y las decisiones que ella estaba tomando en esos precisos momentos
con respecto a mí.
–Aunque
generalmente una barrica no sirve para nada después de unos pocos años de uso,
ésta, que tiene siglos, no sólo no se ha estropeado, sino que ha mejorado con
el tiempo. Y el vino que se cría en ella, ése que has bebido, es también muy
especial.
»Mi
familia se ha dedicado a la crianza del vino desde hace generaciones
–continuó–, pero el secreto de su elaboración no es lo único que se transmite
de padres a hijos. También una grave enfermedad, escrita en nuestros genes de
forma imborrable e inevitablemente mortal. Todos la padecemos, sin excepción.
Unos antes, otros más tarde, pero siempre acabamos por enfermar. Mi padre lo
hizo hace treinta años. Yo apenas hace cinco. A María aún no le ha llegado el
momento, pero le llegará. Igual que le llegará a mis hijos, y a los hijos de
mis hijos. Esto lleva ocurriendo desde hace mucho, mucho tiempo, y habría
acabado con nosotros de no ser por un descubrimiento casual: una partida de
robles que llegó en barco desde América, con los que se fabricaron varias cubas
como ésta, criaron un vino que curaba la enfermedad.
Tardé
un tiempo en asimilar lo que me estaba diciendo, para acabar preguntando una
soberana tontería:
–¿Me
estás hablando del Elixir de la Eterna Juventud?
–No
–respondió Alba con tristeza–, claro que no. Nuestro vino no da la vida eterna,
ni siquiera devuelve o mantiene la juventud; tan sólo restablece la armonía
natural del organismo, el equilibrio entre la energía de nuestro cuerpo y la de
la naturaleza. Envejecemos como todo el mundo, y nos iremos un día, pero cuando
nos llegue el momento, sin adelantarnos por culpa de problemas genéticos o
enfermedades invasoras. Aunque si sufres un accidente, morirás como cualquiera.
La muerte también forma una parte importante del orden natural de las cosas,
tanto como la vida, hasta tal punto que la una no tendría sentido sin la otra.
La muerte llegará cuando nos toque, pero no antes.
Yo
debía de estar muy desequilibrado internamente, porque un solo vaso de vino me
había hecho pasar del espanto del dolor más insoportable a una sensación de
calma y bienestar que no recordaba haber sentido nunca.
–Hay
algo más –dijo de pronto Alba, poniéndose mucho más seria de lo que ya estaba.
–Cómo,
¿más todavía?
–Sí,
más todavía –respondió ella–: Todo nuestro vino pasa por la barrica, y sus
propiedades curativas dependen del tiempo que reposa en ella. Obviamente en el
caso de la producción externa este tiempo es mínimo, pero aun así es posible
apreciarlas: recuerda lo que tú mismo experimentaste en el restaurante. Sin
embargo, aunque estas cualidades limitadas sean conocidas, la auténtica verdad
debe mantenerse en el más absoluto de los secretos. No podemos permitir que
nadie de fuera la conozca.
–¿Y por
qué no? –pregunté como un imbécil.
Alba
suspiró como si estuviera frente a un aprendiz duro de entendederas.
–De
todas las barricas que se construyeron con aquellos robles sólo queda ésta que
ves aquí. Incendios, inundaciones, carcoma... Cualquier otra que se ha
fabricado después carece de poder alguno. Esta es la última, la única. Por eso
la mantenemos así, cuidada y protegida como el mayor de los tesoros. Porque
para mi familia significa la vida. O la muerte. Como puedes suponer, si lo
hiciéramos público arriesgaríamos nuestra propia existencia.
–Alba
–pensé durante unos segundos–, si el secreto es tan importante para vosotros,
¿por qué lo habéis compartido conmigo? ¿Estáis seguros de que os podéis fiar de
mí y de que no lo desvelaré en cuanto salga de aquí?
–Es
cierto, contigo estoy apostando fuerte –respondió ella, sonrojándose, pero
antes de que yo mismo me sofocara por lo que estaba insinuando, sentenció,
contundente–: Pero también es mucho lo que te estás jugando tú.
–¿Por
qué lo dices? –pregunté demasiado fríamente, desencantado por el jarro de agua
fría–. Al fin y al cabo ya estoy curado, ¿no?, nada tengo que perder.
–No, no
lo está. –Mi ironía hizo intervenir al viejo Castillo-Gracia–. El vino no cura
nada, nada en absoluto. No acaba con la enfermedad, sólo la mantiene a raya...
mientras se bebe.
–Lo que
quiere decir...
–Lo que
quiere decir –continuó Alba– es que, si dejas de beber, enfermarás de nuevo y
morirás irremediablemente. Tú, mi padre, yo... todos moriríamos si dejáramos de
beber nuestro vino.
–Ya...
–Escúchame.
–Levantó el tono de su voz, acalorada por mi estupidez–. Te estamos dando una
alternativa. Y esto es algo que nunca se ha hecho con nadie que no perteneciera
a nuestra familia. No se ha hecho, ni se hará.
Medité
por un segundo el significado de lo que estaba oyendo.
–Entonces...
Esa alternativa... significa que yo...
–Si la
aceptas tendrás que aceptar las condiciones. Es tu decisión: morir lejos de
aquí, o vivir aquí... con nosotros.
No
podía pensar claramente, todo estaba pasando demasiado rápido, tenía que
decidir algo que afectaba al resto de mi vida, y no me daban un respiro para
recapacitar. Intenté ganar algo de tiempo aclarando de paso otra cosa que aún
quedaba pendiente:
–Sigo
sin entender una cosa –dije–: no comprendo por qué no me contasteis todo esto
antes, esta tarde, cuando estuve aquí con vosotros, no comprendo todo este lío
de obligarme a venir aquí. Además, todavía no me habéis dicho dónde está
Jacobo.
–Está bien
–respondió Alba con la misma cara de un niño que ha sido pillado haciendo una
trastada–. María lo está llevando al convento. Te aseguro que lo hemos tratado
bien, aunque no todos nuestros vinos carecen de efectos secundarios si se abusa
de ellos...
–¿Por
qué retenerlo? –insistí–. ¿Sabes que lo he pasado verdaderamente mal, pensando
en lo que le podríais haber hecho y creyendo que estaba arriesgando lo que me
quedaba de vida?
Alba,
por primera vez desde que entré en la sala de la gran barrica, sonrió con todo
el esplendor de su sonrisa.
–Precisamente
se trataba de eso: has arriesgado tu vida por él, o al menos eso has pensado
tú. Entiéndelo: el regalo de la larga vida no se le puede otorgar a cualquiera;
es algo que en malas manos podría hacer mucho daño. Si has sido capaz de
arriesgar tu vida por alguien...
–Vale
la pena ayudarme a conservarla, ¿no?
–Así
es. Y bien –me lanzó el ultimátum–: ¿te quedas, o te vas?
Me quedé mirándola,
sin acabar de ver las cosas claras. Nunca me ha gustado tomar decisiones
precipitadas, así que a pesar de que no había más que una respuesta lógica, aún
dudé. Para ella mi dilema debió de ser doloroso e injustificado: yo no tenía
nada que perder y sí mucho que ganar aceptando su propuesta.
–Por
favor –dije finalmente, sintiendo un nuevo tipo de dolor en mi alma–, quiero
volver al albergue. Necesito descansar. Necesito pensar.
–Como
quieras –respondió Alba, retirándome el derecho de su mirada.
El
padre se despidió de mí con un murmullo apenas perceptible, y Alba me acompañó
hasta la puerta de la casa. Hubiera querido decirle algo más, explicarle mis
razones, hacerle comprender mi desconcierto y desolación, abrazarla, besarla y
acariciarle el rostro con cariño, demostrarle mi amor y que la causa de mis
dudas no era ella. Pero no hallé las fuerzas para hacer nada. Ella tampoco
volvió a preguntarme, sólo me dijo adiós, sin mirarme, con un triste «descansa».
Cuando
entré en mi habitación y di la luz, un terrible alarido me estremeció.
–¡Pero
qué haces! Apaga esa luz si no quieres que me reviente la cabeza...
Jacobo,
tirado aún vestido sobre su cama, se tapaba los ojos con manos, brazos y
almohada. La resaca debía de ser insufrible.
Apagué
de nuevo la luz y entré a tientas.
–Parece
que has bebido un poquillo, ¿eh? –comenté en voz baja.
–No
hables tan alto, por favor. ¡Qué dolor de cabeza! El vino de esa gente es
terrible; está buenísimo, pero no veas cómo pega. No sé cuánto bebí, pero me he
pasado borracho todo el día...
Yo
sonreí, y en ese momento él pareció darse cuenta consciente de mi presencia.
Encendió la lucecita de su mesilla y me miró con los ojos casi cerrados,
haciéndose sombra con las manos como si mi rostro fuera un sol incandescente y
cegador.
–¿Y tú
por dónde has andado? –me preguntó curioso.
–Nada,
como tú: tomando unos vinos con la familia –le conté mientras me quitaba los
zapatos.
–¿Te
encuentras bien?
–Sí,
estupendo –contesté–, no te preocupes. Ahora me voy a la cama, ya hablaremos
mañana.
–Vale.
Ah, por cierto –se incorporó un poco mientras me lo decía–, tenemos que ir
pensando ya en marcharnos...
–Sí...
–respondí sin mirarle.
–¿Sabes?
–Volvió a tumbarse y cerró los ojos–. A pesar de su vino, creo que los voy a
echar de menos, son todos muy agradables, ¿verdad?
–Sí,
mucho.
–Bueno,
pues que duermas bien.
Jacobo
apagó la luz y cayó inmediatamente en un sueño tranquilo y profundo. Yo me
senté en la cama y permanecí así, a oscuras y en silencio, un largo rato. De
pronto sentí nacer dentro de mí una felicidad que pronto creció y creció hasta
ahogarme. La recibí colmando mi interior, acariciándome, saludándome como quien
saluda a un viejo amigo. Entonces me desnudé, me puse el pijama, me metí en la
cama, cerré los ojos y pronto me quedé dormido, abrazado a una paz dulce,
cálida y confortante que no había sentido jamás en toda mi vida.
Cuento incluido en "Con el alma dentro y otros cuentos". Publicado en el año 2006