Un cuento con
guiso y una canción
Leo permanecía alelado, estupefacto. No lo podía creer. Finalmente estaba allí, con Jamilah en su casa, como en mitad de un sueño, frente a ella, que lo miraba silenciosa con el rostro apoyado en su mano derecha, ante un plato de comida humeante y aromática, un guiso típico libanés que ella acababa de preparar sólo para que él lo degustara. Le había servido sólo a él, dejando su propio plato vacío. “Vamos, pruébalo.”, le dijo sonriendo con su embelesador acento árabe. “Posible es un poco caliente… picante, quiero decir.”
Leo estaba aturdido, y podía
ver su propio estupor mirándose en los enormes ojos de la chica, que lo había
recibido vestida con un exótico ropaje negro y dibujos dorados que resaltaba
extraordinariamente la brillante negrura de sus cejas tupidas, de su pelo
ensortijado y de sus ojos profundos.
Hacía más de un año que
conocía a Jamilah, la hermosa, la grácil,
la adorable. Desde el primer momento Leo se había prendado de la viveza de
su mirada insondable, de los duros y a la vez suaves rasgos árabes de su
rostro, del sensual aspecto que su sorprendente nariz imprimía a su perfil, de
la húmeda y sensual boca roja en la que siempre estaba a punto de dibujarse una
sonrisa dulce. Más de un año en el que cada noche su último pensamiento antes
de dormirse era la música con la que su acento árabe envolvía a las palabras
que cada día ella le ofrecía.
“Vamos, ¿qué esperas? ¿Te da miedo, acaso?”, le sonrió sin dejar de
mirarle a los ojos. Él por fin pudo sacar fuerzas de algún sitio para soportar
el peso del tenedor, que sujetó en su mano derecha con dificultad. Lo hundió en
el plato de comida, capturó un trozo del manjar que difundía por la estancia un
intensísimo olor a especias, lo miró un largo instante e inspiró profundamente
el aire saturado para gozar de la mezcla de aromas que, de repente, le
transportó al lejano lugar, donde nunca en su vida había estado, de donde
provenía la mujer a la que adoraba.
Sin dejar de mirar los ojos
negros que le miraban, lo probó. Un segundo, dos, tres, los sabores explotaron,
recorrieron sus labios, su lengua, su paladar, extendiéndose por toda su boca,
ampliándose, creciendo, invadiéndole de olor, tacto y gusto. Distinto.
Diferente a cualquier otra cosa que hubiera probado jamás. Un sabor fuerte.
Intenso. Cambiante segundo a segundo. Especias, frutas y frutos, verduras,
carne… y algo indescriptible que ascendió por su garganta hacia la parte
interna de su rostro, que reptó por el fondo de su nariz y siguió más allá,
hasta llenarle por completo la cabeza. Un sabor que más que sentirse se
percibía, cuyos matices de suave picante y mil cosas más fueron creciendo y
creciendo hasta casi hacerle perder la capacidad de discernir.
Abrió mucho los ojos,
sorprendido; Jamilah multiplicó su sonrisa, halagada por la expresión de
admiración, asombro y deleite sin palabras de Leo.
“¿Te gusta, entonces?” Y esperó una
respuesta. Jamilah esperó una respuesta, algo que ella nunca hacía.
Leo sólo pudo permanecer en
silencio, emocionado como sólo se puede emocionar un adulto que descubre algo
nuevo que siempre ha estado escondido, mirando la sonrisa, y la nariz, y los
ojos de la muchacha que en esos momentos le gritaban todo lo que sus palabras
no le querían decir. En silencio, sólo la miró, y atacó con ansia el manjar;
entonces, lentamente, ella se puso en pie, sin decir nada, y desapareció por la
puerta de su alcoba.
Por un segundo Leo pensó que
se trataba de una invitación para disfrutar de una serie adicional de placeres,
pero antes de que ni siquiera considerase la posibilidad ella reapareció,
seguida de una estela de perfume y lejana música envolvente. Él preguntó con la
mirada, fascinado por las fragancias y los sonidos que apenas percibía.
“Escucha. Es una canción de
recuerdos, muy antigua, de mi tierra. Una canción triste que dice del amor y de
la soledad y también de los amigos. Por favor, escucha.”
Los armónicos de la música arropando a una bellísima
voz masculina surgieron de repente en sus oídos, obligándole a conectar todos
los recursos de un nuevo sentido que hasta ahora, dominado por el gusto y el
olfato, no había casi utilizado. Oyó palabras con un significado que no
entendía, oyó una voz que emitía palabras que no conocía, pero sintió que su
metal, sus matices y entonaciones formaban poco a poco una imagen en su mente
que casi, casi le permitía comprender.
“Esta noche he visto en un sueño la luz del cielo, cargada de un deseo
de amor, como la luz del corazón”, los labios de la mujer empezaron a moverse muy
despacio, “He visto a los niños jugar en
las callejuelas y en las plazas llenas de sol”, con los ojos cerrados,
concentrada en las palabras que estaba sintiendo, “Y a la abuela en la entrada de casa bordar, susurrando, zapatitos de
lana”, y que ahora estaba traduciendo para él, sólo para él, “Y a mi madre, bellísima, tejer corpiños con
hilos de deseo”, para que captara el dolor y la alegría que alguien sintió
una vez, “He visto jardines y
fuentes, pájaros a millares en las ramas
del almendro en flor”, cuando compuso esa canción hermosa, “Y a las jóvenes esposas cantando en la
orilla del río”, Jamilah abrió los ojos y los clavó en Leo, “He visto a viejecitos por la calle, contar
de cuando eran chiquillos e iban a recoger las moras de las zarzas”, que
miraba los cobrizos reflejos del cabello negro de gena, “mientras pacían en los campos los caballos y yugos de bueyes y sueños
de gloria”, respirando su penetrante olor a especias y a perfume de
esencias y aceites árabes, “He visto, lo
recuerdo bien, el mundo niño, feliz, calmo”, que escuchaba anonadado al
mismo tiempo la canción incomprensible, “Llenando
el cántaro con el agua del ayer he visto a compañeros y amigos que ya no están”,
y la voz de la mujer a la que tanto amaba regalándole la comprensión, “He visto a mi padre volver al atardecer, en
lo alto del carro entre el grano dorado”, demostrándole tanto amor cuando
le miraba, “con el rostro untado de
bálsamo, resplandeciente de sudor, alegre y sereno”, cuando puso su mano de
piel tersa sobre la mano del hombre quemándole con su fuego, “cantando en voz baja canciones de paz y de
amor”, y una lágrima de cristal se escapó de sus ojos cristalinos,
atravesando las dos manos enlazadas en un lazo de ternura y pasión, “Vamos, luna, enciéndeme la vida”, las
palabras susurrantes de Jamilah cantando la canción para él, “Sería hermoso, luna, morir aquí, así”,
una canción de soledad y de amigos, de dolor y de paz. Una canción de amor.
Leo no probó bocado durante
los infinitos minutos que duró la música, encandilado, sobrepasado por las
emociones, mirando absorto su reflejo en el negro espejo de los ojos que le
miraban, cantarines.
Cuando los últimos ecos se
extinguieron Leo pudo volver a la realidad de su fantasía, con su mano entre la
mano tibia que le acogía, pero solamente fue capaz de dar las gracias y bajar
la vista, intentando en vano contener las lágrimas que cayeron sobre la fuente
que aún mantenía caliente el alimento por ella preparado.
Y fue sólo entonces cuando Jamilah, bajando a su vez la vista, se sirvió y empezó a comer.
Y fue sólo entonces cuando Jamilah, bajando a su vez la vista, se sirvió y empezó a comer.