EXPEDIENTE VRO-485052
Un viaje en el tiempo
con Basilio Izquierdo. Vinoteca García de la Navarra, Madrid 25/1/14
PREÁMBULO
El
condicionante emocional fue muy intenso, lo admito. Arrollador.
Saber
que el vidrio de esa botella se sopló en algún momento de comienzos del siglo
XX, cuando nadie de los allí presentes, nadie de quien ahora pueda leer estas
líneas, había nacido aún.
Saber
que dentro contenía vinos de las añadas 1948, 1950 y 1952, embotellados entre
1953 y 1957. Vinos con más edad que yo, mucha más. Vinos de cuando mi padre era
un niño que se buscaba la vida para llevar comida a casa en un tiempo de
postguerra en el que casi todos pasaban hambre en España.
El
condicionante me hacía temblar las manos. Yo habría dudado de esa botella,
habría pensado que era un buen ejemplar para coleccionar, presumir ante los
amigos, guardar y nunca abrir. Habría dado por supuesto que esa preciosa
botella era un sarcófago precioso y que el vino, dentro, estaría muerto y
momificado.
Pero
ese vino me lo había dado a probar Basilio Izquierdo.
LA HISTORIA
Todo
comenzó en abril de 1975. Él personalmente había descorchado y catado en CVNE (donde era enólogo) unas 1000
botellas, una por una, de Viña Real Oro
“de fallo”, es decir, que no habían salido al mercado por no ofrecer en aquel
momento suficientes garantías de calidad. Tres añadas, 1948, 1950, 1952.
Tempranillo y Garnacha a partes iguales. Cuatro años en barrica. Así se hacía
el vino en CVNE por entonces, embotellándolo en el cuarto o quinto año; en
1975, por ejemplo, se embotelló la cosecha del 70.
Encontró
unas 600 botellas en perfectas condiciones, que mezcló, sin orden ni concierto,
en dos barricas, donde se obró el milagro de un coupage imprevisto, único e irrepetible. Y de ahí, el vino pasó a
unas botellas de un litro de capacidad que aparecieron en un almacén de la
bodega, por casualidad, antiguas botellas que a principios de 1900 habían sido
lavadas y apiladas, preparándolas para contener un vino que nunca llegó, y que
finalmente habían sido apartadas en un rincón, sin utilidad alguna.
Salieron
unas 450 botellas de un litro, que fueron encorchadas, según costumbre de la
época, à la giclée. Estas botellas se
conservaron por debajo de 20 grados, primero en la bodega de CVNE, y después,
un centenar de ellas, en la bodega personal de Basilio Izquierdo. Unas pocas
botellas sin etiqueta ni nada más que su valioso contenido, un corcho y un
lacre.
Y
Basilio nos ofreció dos de esas botellas.
De
un vino de cuando él aprendía a andar.
De
un vino metido en botella por segunda vez cuando yo tenía 12 años.
Y
nos las ofreció en 2014.
Dos
botellas de un siglo conteniendo un vino de 65 años.
Como
para no estar condicionado cuando Luis García de la Navarra rompió el lacre y,
con un sacacorchos de láminas y mucho mimo, descorchó la botella. A
continuación, se sirvió una pizca en la copa, y lo observó. Lo aproximó a su
nariz experimentada con los ojos cerrados, e inspiró. Abrió mucho los ojos,
alejando la copa de su nariz con un movimiento brusco.
-¡Tiene
corcho! –exclamó Luis, tras oler el vino.
-¡No!
–exclamó Basilio, tras oír la exclamación de Luis.
Cómo
para no exclamar.
Transcurrieron
unos segundos de pánico. Pocos. Largos. De silencio sepulcral. Luis mirando a
Basilio. Basilio mirando a Luis. Se podía cortar el aire entre ellos. Y
entonces, Luis empezó a reír, y a terciar las copas de los asistentes.
Basilio
suspiró, inspiró y respiró.
El
vino no tenía sabor a corcho, sólo se trataba de una broma de Luis, tan oportuna
como despiadada.
Cuando
Luis me sirvió el vino, lo miré a través del cristal de la copa, poco, porque
yo al vino lo miro poco. Y se veía bonito, ayodado pero conservando aún sus
notas rojas, de media capa, limpio.
Lo
aspiré, un poco más de lo que lo había mirado, pero también poco, porque yo a
los vinos los prefiero oler cuando están en mi boca, desde dentro. Y olía bien:
dulzón, algo cerrado (que no era para menos, después de tanto tiempo), no muy
intenso, suave. Un remanso de paz, de calma, pero de calma aromática, no
inodora. Aunque lo más importante es que enseguida supe que dentro de esa copa
no reposaba ningún cadáver.
Fui
a probarlo y me crucé con la mirada azul de Basilio, frente a mí, que me miraba
al otro lado de la mesa.
Él
esperaba.
Lo
bebí, y descubrí la vida en ese sorbo y una sonrisa en el rostro de Basilio. Y
entonces, él también bebió su vino.
EL VINO
Adormecido. Adormecido como un
niño cuando le despiertas por la mañana, cuando intenta saltar de la cama y
todo su cuerpo se mueve en el esfuerzo, excepto sus párpados. Adormecido y
desperezándose por minutos. Adormecido mientras me decía, como un niño al
despertar: “Espera… Ya voy… Déjame cinco minutos más”. Adormecido hasta que al
poco despertó del todo, bostezando y tensando cada una de sus fibras, antes de
saltar de la copa a los labios.
Dulce. Pero no dulce de
dulzor de azúcar, sino dulce de maneras dulces, de delicadeza dulce, de cariño
y afecto; el dulce de una caricia en la mejilla, de un guiño en la distancia;
el dulce de un beso dulce, dulce de dulzura.
Perfumado. Perfumado en el
olfato, en los labios y en la boca, perfumado en el instinto, en los recuerdos,
en los deseos. Perfumado de fruta aún fresca, alegre y expresiva. Perfumado
como cuando un hombre le dice a una mujer: “Me gusta tu perfume”, y ella sonríe
y le responde: “No llevo perfume.” Un
vino perfumado, sin perfume, un vino con olor a vida en los sentidos y en la
memoria.
Elegante. Elegancia que no es la
que pretende sugerir un vestido caro, sino la elegancia que surge de equilibrar
cuerpo y alma, saber e ignorar, hablar y callar, sugerir y enseñar, mostrar y
esconder, rechazar y conceder, negar y afirmar, excitar y serenar, dar y quitar, provocar y resistir. Elegante
todo el tiempo que, como el vestido amontonado, ha durado puesto en el cuerpo
único que ha cubierto.
Complejo. Los años de evolución
contenida le dan una complejidad tan difícil de definir como la atracción que
puede provocar un hombre maduro en una mujer joven. Complejidad en cada traza
de sabor reconocible y familiar, pero tan cambiado por el tiempo de vida a
oscuras, en silencio y calma que cada matiz que de él podía arrancar la boca se
había transformado, con los años, en un desconocido.
Evocador. Profundidad, misterio,
oscuridad, provocación, especias ya guisadas, un juguete en las manos de un
niño, un perfume elegante que de inmediato se mezcla con el olor de la piel
blanca donde se extiende, un ramo de flores rojas, una caja de madera antigua,
la voluntariedad del hombre de pelo blanco y arrugas en el rostro cuando es
acariciado por unas manos temblorosas, jóvenes y tersas, la presencia imponente
de la sabiduría y la experiencia, el acto de entrar en una casa desconocida
llena de olores desconocidos, indefinibles, irreconocibles por no tener
parangón, por carecer de ejemplo, de recuerdos en la memoria, con los que
compararlos.
Siempre joven. Un vino antiguo que
sabe a vino joven pero que dentro guarda décadas de espera. Ancianidad que
conserva sus facultades plenas, modeladas, afinadas, perfeccionadas con el
tiempo. Un vino que en su cuerpo perpetuado y en el fondo de su alma sería como
Dorian Gray, si Dorian Gray tuviera el alma blanca en vez de negra: eternamente
joven.
LA SEGUNDA BOTELLA
La
anécdota de la jornada la conocí bastante tiempo después de la cata, cuando
preparaba mis notas para escribir este cuento que ahora casi llega a su fin.
Verificaba
con Basilio el texto, cuando al leer que se habían abierto dos botellas, enarcó
una ceja y, riendo, me confesó:
“Yo
había llevado dos botellas del VRO. Éramos pocas personas, y con una habría
sido más que suficiente para probar esta joya del tiempo, así que la botella en
duplicado era por si había problemas con la primera, y entonces abrir la
segunda. Pero la primera estaba en perfecto estado, así que cuando vi la
segunda abierta sentí que se me paraba el corazón. Había 22 botellas, hubieran
quedado 21, pero sólo quedaron 20 para futuras ocasiones entre amigos. Bueno,
el caso es que las disfrutamos y como es un vino que no se sube a la cabeza
sino que se baja a los pies, hubiéramos podido beber 6 botellas, o las 22…”
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