Lo que ocurrió en un día sin lluvia, con la lluvia
Presentación del libro “Alzheimer, amor”, de D. Francisco Rico Pérez – Centro
Riojano de Madrid. Madrid 2/4/13
Parte 1. El Principito (Antoine de Saint-Exupery)
XII
El planeta siguiente estaba habitado por un bebedor. Esta visita fue
muy breve, pero sumió al principito en una gran melancolía.
-¿Qué haces ahí? –preguntó al bebedor, a quien encontró instalado en
silencio, ante una colección de botellas vacías y una colección de botellas
llenas.
-Bebo - respondió el bebedor con aire lúgubre.
-¿Por qué bebes? –preguntóle el principito.
-Para olvidar –respondió el bebedor
-¿Para olvidar qué? –inquirió el principito, que ya le compadecía.
-Para olvidar que tengo vergüenza –confesó el bebedor, bajando la
cabeza.
-¿Vergüenza de qué? –indagó el principito, que deseaba socorrerle.
-¡Vergüenza de beber! –terminó el bebedor, que se encerró
definitivamente en el silencio
Y el principito se alejó, perplejo
Las personas grandes son decididamente muy, pero que muy extrañas, se
decía a sí mismo durante el viaje.
Recuerdos
El Principito fue el primer libro entero que recuerdo haber leído.
Me lo regaló mi padre, según la fecha de la edición era el año 1975, yo tenía
12 años. Me lo debió de regalar por mi Santo, el 21 de Junio, que siempre se
celebraba en casa, o tal vez como detalle por mis buenas notas a final de curso.
Yo siempre sacaba buenas notas, y mi padre, aunque siempre me decía que eso era
mi obligación como la suya trabajar, siempre me regalaba un libro cuando
acababa el curso. En realidad siempre me regalaba libros en los acontecimientos
de celebrar, porque yo siempre he amado los libros. O quizá es que los empecé a
amar a causa de eso. Me acuerdo también de las versiones juveniles de las
novelas de Jules Verne, pero eso no eran novelas completas, sólo adaptaciones
para niños. Éste, El Principito, sí
que lo era, una novela de verdad. Lo leí durante el viaje en coche, en verano,
al pueblito de Valencia donde habitualmente pasábamos las vacaciones. Lo
recuerdo bien, porque en esos viajes mi padre me dejaba ir en el asiento delantero,
a su lado, para “ayudarle” durante la conducción con los carteles indicadores. Recuerdo
la impresión que me causó, y recuerdo que aunque nunca más lo volví a leer
siempre recordé de él varias cosas, a saber: que era una historia triste, en
general; a la flor bellísima y vanidosa; y al zorro, que me hizo comprender que
aunque uno se sienta morir durante una despedida de un ser amado, si sientes
ese dolor, esa pena, si sientes eso,
es que conocer a esa persona que te ha dejado tanta huella ha valido la pena,
aunque nunca jamás la puedas volver a ver. Y que siempre, siempre, eres
responsable de quien amas.
Recuerdos…
Hace poco he vuelto a leer,
entero, mi primer libro. No sólo mi primera novela, sino mi primer libro, el
mismo libro que me regaló mi padre, bastante deteriorado por el paso del
tiempo, con mi firma de niño en la primera página. Huelga hablar de la emoción
que me trajo el acontecimiento, pero como esto es un lugar de cuentos, y en
particular de cuentos con vino, sí que hablaré de la sorpresa que recibí cuando
de la mano del Principito llegué al planeta del Bebedor, personaje que, ni
remotamente, tenía un hueco en mi memoria de lector infantil.
El Bebedor. Recuerdos sobre
alguien que bebía para olvidar… Olvidando que olvidar no es algo que se pueda
obligar a hacer, olvidando que el olvido, a veces, llega por sí solo de la mano
de la enfermedad que destruye la memoria, haciendo que esos recuerdos, como los
míos de mi Principito y su Bebedor, se pierdan para siempre, como lágrimas en una
copa de vino llena de lluvia.
Parte 2. Alzheimer, amor
“En la vida no se trata de cómo sobrevivir a una tempestad, sino de
cómo bailar bajo la lluvia.”
No llovía en Madrid en esa tarde
de abril, pero como siempre, la humedad de la lluvia formaba una tenue cubierta
sobre mi piel, bajo mi ropa, mientras caminaba con las manos en los bolsillos
hacia un lugar (que aún siendo hogar de vino y donde una copa de vino me
aguardaba) en el que en esta ocasión no iba a ser el vino el que me hablara al
oído acerca de las cosas que son importantes en la vida que vivo, viviendo bajo
la lluvia.
El Centro Riojano de Madrid fue fundado en 1901 por un grupo de riojanos habitantes de la
capital, apoyados por el Semanario Harense “El Eco Riojano”, con toda una
declaración de intenciones: “Sin caer en
el extremo de los egoísmos regionales pues por encima del amor a la Patria
Chica, debe estar y está para todos los riojanos, el amor a la Patria Grande, a
la madre España, queremos tener un Centro en Madrid.” Se encuentra en la
actualidad en el primer piso de un edificio de estilo neoclásico en el número
25 de la calle de Serrano. Nada más entrar es como si se entrara en otro
tiempo, donde el tiempo detiene su marcha adelante y, de un salto, sitúa al
visitante en algún momento de los años 50, época congelada entre la calle lejana
y ruidosa del exterior y el silencio del interior desvelado por la amarillenta
luz de bombillas clásicas de sus recargados salones anacrónicos.
Llegué temprano, siempre me gusta llegar pronto a los lugares que sé que, más tarde, se llenarán por completo. Es como la sensación de tener entre las manos una copa vacía, que se colma, despacio, ante los ojos. Aún así, una gran parte de los asientos dispuestos en el salón, frente al estrado desde donde se impartiría la conferencia, estaba ya ocupada por un público emocionado y expectante, en una gran mayoría amigos, conocidos y antiguos alumnos de D. Francisco Rico, el conferenciante.
Mi atención ya de por sí distraída
se distrajo más durante un rato entre tapices, lámparas de araña y el alboroto
provocado por el bullicioso público, que entre su permanente ir y venir, salir
del salón y entrar, su pedir permiso a las rodillas apretadas contra la silla
de delante, las conversaciones subidas de tono (auditivo) y el permanente
canturreo de los teléfonos móviles cuyos usuarios a duras penas percibían entre
tanto jaleo, me provocaba una sensación inmensa ternura, de emocionado respeto
hacia quienes estaban allí para escuchar, y sobre todo acompañar, al orador,
que aún no había hecho acto de presencia. Yo sonreía sin duda porque motivos
tenía para hacerlo, sonrisa crónica últimamente que yo sólo puedo percibir a
través del reflejo de los ojos que me miran cada día.
Un respetuoso silencio se
hizo en el salón cuando llegó D. Francisco y, de pie sobre el estrado, miró a
un lado y a otro y sonrió con una sonrisa amplia, franca, de esas que dicen que
todo, y nada, le importa al propietario en ese momento. Silencio de admiración,
de expectación, de saber que cada palabra oída será un presente valioso para
quien la quiera escuchar. “Su mayor autoridad reside en el amor que todos le
profesamos”, dijo de él D. Óscar Mateos y de Cabo, profesor de derecho y
antiguo alumno, al presentarle. Parecía delicado, este hombre sabio, allí, en pie ante todos, pero cuánta energía emitían sus ojos perspicaces y brillantes, llenos de recuerdos de un pasado no dejado atrás y de un
futuro cuyas vivencias compartidas aún guarda para regalar.
Su libro, Alzheimer, amor, no trata ni de la enfermedad ni de los enfermos,
sino que se centra en lo más valioso que éstos pueden tener durante el
inevitable proceso de progresiva decadencia, los cuidadores, esos “ángeles” que
por amor lo dan todo, permaneciendo a su lado hasta el final. Nos habla de las posibles
terapias que pueden ayudar a aliviarles, a hacer más llevaderas las diferentes
fases de las enfermedades de Alzheimer o Parkinson. Terapias como la risa, el
humor, la música, los animales, el deporte, los juegos, la lectura, la
escritura, la pintura, las conversaciones con los amigos… Y, especialmente, los
abrazos: “Lo más importante, lo más
agradable, es abrazar a las personas a quienes amamos. Es un abrazo compartido.
Ése es un abrazo sin igual. Una borrachera de amor. Un milagro. (…) Y lo mejor,
abrazar besando.” Tantas y tantas opciones, y tan evidentes que, en
realidad, practicándolas asiduamente, contribuirían sin duda a aumentar la
felicidad de cualquier persona, enferma o no.
En el otro extremo también nos
avisa, llevándonos de la mano para no asustarnos, del lado oscuro de esta
entrega incondicional, el llamado Síndrome
del Cuidador, una afección obsesiva que puede llevarle a olvidarse de todo
lo que no sea el enfermo, con un deseo de ayudarle tan intenso y creciente que
puede llegar hasta el extremo de acabar anulando la propia vida del cuidador,
destrozándola como lo haría la dependencia a una droga mortal.
Y así nos lo contó el venerable D. Francisco Rico, afortunado custodio y a
veces víctima del síndrome durante los 18 años en que se ocupó, con amor y
dedicación, de su esposa María, enferma de Parkinson, encandilándonos durante
hora y media con su oratoria, con su precisión verbal, con sus anécdotas,
chascarrillos y las terribles y hermosas vivencias de su vida pasada junto a su
mujer.
En resumen, Alzheimer, Amor no cuenta una historia que pueda resumirse en una
breve reseña, sino que es un libro que está lleno de impresiones que cada
lector debe prepararse a percibir con su lectura, que narra y despierta sensaciones,
como las evocadas por la lluvia cayendo sobre un rostro que mira al cielo.
Parte 3. Alta Río 2011, D.O. Rioja
El Centro Riojano tiene por costumbre ofrecer un vino y un aperitivo a
los asistentes de los eventos desarrollados en su sede. Un vino de Rioja, por
supuesto. En esta ocasión, prepararon la salita aledaña al salón con ricas
viandas que clausuraron jubilosamente el acto. El vino fue el joven Alta Río, fresco y pleno de fruta roja
y aroma suave a flor violeta, con el picor de la juventud ya diluido en los
días del año transcurrido desde su producción en 2011. Vino agradable, tranquilo
y noble, para tomar fresco con cualquier comida que apetezca, en cualquier
momento.
Terminado el refrigerio,
aproveché un instante de soledad de D. Francisco (algo extraño, que no había
sucedido durante toda la velada) para acercarme a él, presentarme y estrechar
su mano delicada. Activo, sagaz, me observó más que me miró desde su
posición tomada, sonriéndome, cautivándome, escuchándome, queriendo saber algo
más de mí de lo que yo me estaba atreviendo a desvelarle. “Escribiré sobre
usted, de su libro, de su vida. Si usted me lo permite.”
Una promesa cumplida.
Ya finalizado todo, con los salones
y pasillos ya vacíos, aún dediqué unos minutos a recorrer el piso, deleitándome
con la visión, dentro de las vitrinas que probablemente no habían sido abiertas
en décadas, de clásicos riojanos que seguramente jamás podré tener en mi copa.
También me sorprendí al ver alguna muestra de un experimento que no cuajó, la
Copa Rioja, una copa de vino diseñada para realzar las características del vino
(de alguno, de todos) de Rioja.
Tiempo congelado en las vitrinas
y entre esas paredes, el pasado detenido en algún lugar de la memoria, como la vida de los que padecen el mal del olvido
permanente, y la de los que los aman y los cuidan…
Parte 4. El recuerdo, el olvido
Para mí, a diferencia del amigo
Bebedor del Principito, el vino es siempre recuerdo, jamás olvido, y bebiéndolo
ni siquiera olvido la decepción que alguno me ha causado. Bebiendo vino
recuerdo al vino, a todos, los pocos que me hicieron llorar de emoción y los
otros, los que me dejaron indiferente y basta, pues a ninguno le di el poder de
enrabietarme. Con vino recuerdo a mi padre, que lo bebía en bota cuando yo era
niño y que, siéndolo todavía, me dejaba darle un tiento para descubrir,
asombrado, que eso que él llamaba “embocado” en realidad significaba “dulzón”. Con
vino recuerdo a mi abuela, que mojaba pan en vino para desayunar y que con su
eterna sonrisa desdentada me decía que con ello entraba en calor durante los
duros inviernos sin calefacción y con hambre de la guerra y la postguerra. El
vino me trae recuerdos y se lleva olvidos, haciéndome imposible olvidar esas imágenes
marcadas a fuego. Recuerdos que debemos conservar vivos, frescos como un vino
joven, para que los que ya no los tienen los sigan recordando con nosotros, a
través de nuestras palabras acompañantes.
Porque los recuerdos, como los
míos del Principito, nos hacen ser lo que somos, porque son lo que hemos sido
y, seguramente, lo que sigamos siendo.
XII
La planète suivante était habitée par un buveur. Cette visite fut très
courte, mais elle plongea le petit prince dans une grande mélancolie:
-Que fais-tu là ? dit-il au buveur, qu'il trouva installé en silence
devant une collection de bouteilles vides et une collection de bouteilles
pleines.
-Je bois, répondit le buveur, d'un air lugubre.
-Pourquoi bois-tu ? lui demanda le petit prince.
-Pour oublier, répondit
le buveur.
-Pour oublier quoi ?
s'enquit le petit prince qui déjà le plaignait.
-Pour oublier que j'ai honte, avoua le buveur en baissant la tête.
-Honte de quoi ? s'informa le petit prince qui désirait le secourir.
-Honte de boire ! acheva le buveur qui s'enferma définitivement dans le
silence.
Et le petit prince
s'en fut, perplexe.
Les grandes personnes sont décidément très très bizarres, se disait-il
en lui-même durant le voyage.
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