lunes, 10 de octubre de 2011


Vinos cotidianos y la caudalía de un beso




Encuentro con nuevas expresiones del vino de ayer y de hoy

Bodega Santa Cecilia, Madrid 29/09/11



Introducción

Me interesan las mujeres.

Sí señor, lo repito: me interesan las mujeres.

Esta afirmación no es (insisto: NO es) un manifiesto pro-orgullo hetero, ni mucho menos, sino que se trata de una circunstancia mucho más relacionada con mi carácter que con otra cosa.

En estos momentos de mi vida (y se admiten risas) lo que más me interesa de las mujeres, en general, es lo que tienen bajo su cabellera, justo encima de los ojos, algo más arriba de las cejas. No, no es la frente, sino lo que hay justo detrás: su cerebro (se admiten risas de nuevo). En particular, me interesa sobremanera lo que piensan, lo que tienen que decir acerca de la vida, el universo y todo lo demás. Especialmente me interesa lo que tienen que decir sobre el vino; primero, porque hay pocas que lo digan, segundo, porque suele ser un punto de vista inesperado, tercero porque suele ser muy acertado.

No es peloteo banal, es simplemente un hecho. A lo largo de mis andanzas enológicas he conocido a muy pocas mujeres cuyas opiniones sobre el vino me hayan impactado, si bien debo admitir que han sido todas las que he conocido que hayan tenido a bien decirme algo sobre este asunto. No es un juego de palabras, pero resumo: he conocido a pocas mujeres que me hayan dicho algo sobre vino, todas las que lo han hecho me han dejado huella. Enólogas, sumilleres, periodistas, escritoras, expertas, blogueras, aficionadas o solamente bebedoras, cualquier opinión que venga de ellas me la anoto y me la guardo como un tesoro, porque, sencillamente, son diferentes de lo que estamos acostumbrados a oír o leer. “Rojo picota con ribete anaranjado, aromas a flores blancas y hierbas verdes, matices especiados y balsámicos y un largo postgusto a madera avainillada” frente a “personal, fresco y cálido a un tiempo, que te corteja discreto durante toda la comida y aún más allá, en la sobremesa, mientras conversas y disfrutas a su lado de un café y un dulce de chocolate, dejando en tu memoria un recuerdo imborrable de satisfacción y compañía.”

A eso me refiero con no estar acostumbrados. Para mi fortuna, o mi desgracia, estas opiniones son las que yo deseo encontrarme cuando leo sobre, u oigo hablar de, un vino. Por eso me interesan las mujeres (risas otra vez admitidas), y por eso, aunque no voy mucho a eventos relacionados con el vino, no suelo perderme ninguno en el que vaya a hablar una mujer.

Hace unos días pude asistir, y asistí, a una presentación por parte de María Isabel Mijares (enóloga, periodista, catadora y mujer de buen vivir) de seis vinos en cuya factura ella ha participado de alguna manera.

El acto tuvo lugar en la bodega Santa Cecilia, lugar al que rara es la semana que no me deje caer por allí para darme una vuelta entre los estantes y botellas y disfrutar del silencio que siempre impera allí, tomar una copa de vino en la zona de autocata o dedicar algo más de tiempo a las catas temáticas. Incluso, a veces, hasta para comprar una botella, o más, de vino, una delicatessen o ambas cosas para cenar. La ventaja de vivir a cinco minutos a pie de allí.


El evento

Llego temprano, cinco minutos antes de la hora, recojo copa e identificación y me sitúo en la mesa asignada, la barra de las catas temáticas. Poco a poco, tarde, va arribando la mayor parte de los asistentes; entre otros, un pequeño grupo que sin contemplaciones se hace sitio en el sitio que ya estoy ocupando yo, plantándose al lado, delante y si me dejo, encima. Por suerte soy más alto que el más alto de ellos y a pesar de mostrarme su coronilla todo el rato, veo lo que tengo que ver, que es en realidad nada, porque allí he ido para escuchar a la ponente, mientras cataba los vinos explicados.

Con alrededor de media hora de retraso, comienza la presentación. Primero, las palabras de Mayte Santa Cecilia, propietaria, con una cálida y emotiva mención a su padre, D. Pedro, quien finalmente no llegó a asistir al acto. De inmediato la Sra. Mijares toma posesión del micrófono y comienza su disertación.

Desde el principio, me gusta mucho su actitud. Es la actitud de quien todo lo sabe de una especialidad y deja traslucir voluntariamente solamente una pequeña parte de ello, dejando claro que hay mucho más. También me gustan y me hacen sonreír cosas que, inevitablemente, se escapan por su cuenta del control de la sabiduría, como evitar hablar con términos técnicos como “tusilago” o “bardana”, que no conoce nadie y a (casi) nadie aporta la menor información, dos vocablos que me apunto y que ya pasan a formar parte de las palabras que me gustan.

En general, la Sra. Mijares opina que el vino es para tomarlo con comida. “El vino se bebe para acompañar la comida. Sólo beben vino sin comer los técnicos y los borrachos”, aunque yo creo que hay momentos en los que un vino, sin comida, sin borrachera y sin análisis sensorial, maridado con los propios pensamientos, es la mejor compañía que uno puede encontrar. Acerca de esto de los maridajes, su punto de vista es que “los maridajes son una estupidez” (algo que suscribo desde hace ya tiempo) y que con la comida que a uno le gusta hay que beber el vino que a uno le gusta. Y yo añadiría que si en ocasiones damos en la diana y elegimos un vino que hace buenas migas con la comida elegida, mejor que mejor. Sobre esto, y ya como introducción a la cata propiamente dicha, comenta que los vinos a catar son vinos cotidianos, para el día a día, a diferencia de otros, como el Vega Sicilia Único, que a todo el mundo le gusta pero que no se suele tomar con un plato de fabada o unos huevos fritos. También me gustaron mucho sus antidefiniciones de Vinos de Autor (“como si hubiera alguno que se hiciera solo”), de Vinos de alta expresión (“como si los hubiera de baja) y de Vinos de Garaje (“¿qué es eso de un vino de garaje?”), así como alguna anécdota que contó, como la de su primer encuentro con alguien llamado Robert Parker, de quién opinó que no sabía catar y que por eso desde entonces son muy amigos.

Pasemos ya a los vinos cotidianos.


Los vinos

Castillo de San Diego 2010 (Antonio Barbadillo)

Se sirve el Barbadillo y lo primero que nos dice que es que hay que oír el vino. En mi vida ha habido quien se ha reído de mí a cuenta de esto que llevo diciéndo mucho tiempo. Y no es que el hecho de decirlo ella me dé ahora la razón, sino que es algo tan evidente para quien bebe un vino como mirarlo, olerlo y saborearlo. Porque… ¿es que no hay diferencias auditivas entre servir un cava, un vino blanco, un tinto joven o un dulce? Ya desde el “pop” del corcho nos está diciendo quién es: el burbujeo de los cavas o los vinos de aguja, el ligero golpear en el cristal de un blanco, el carnoso fluir de un vino tinto o el pastoso discurrir de un dulce.

¿Y qué puedo decir yo de nuevo sobre el Barbadillo? Nada, salvo que es el vino que he bebido en la situación más absurda de toda mi vida, y que precisamente por eso, y sólo por eso, lo recordaré siempre. Y quién desee saber más al respecto, que me pregunte.

Manzanilla Solear (Antonio Barbadillo)

Segunda Palomino fina de Antonio Barbadillo. Si el anterior, el conocido, era pálido y parco en palabras a la hora de respirarlo, éste resulta precioso y aromático.

Calar del Río Mundo 2009 (Bodegas Calar)

“¡Qué bueno!”, exclamo al catar este Valdepeñas “desubicado”. La señorita que nos está sirviendo el vino, y que tengo al lado, me oye y decide catarlo, pero, profesional ella, no me dice nada después de hacerlo. La Sra. Mijares opina que aún está un poco verde (es la añada 2009), y yo creo que seguramente mejorará en botella, pero desde luego, ahora, este vino potente y raro para ser un Valdepeñas ya está perfectamente listo para ser disfrutado. El que más me ha gustado.

Con éste primer tinto también es cuando hago el descubrimiento anecdótico de la jornada. Enfrente de mí, a unos pocos metros, hay un hombre que se ve que es un experto, que sabe de vinos, que sabe de copas, que sabe de técnicas, que sabe catar, pero que no debe de saber dónde está, pues entre trago y trago y buche y buche se pasa el rato escupiendo en la escupidera compartida puesta allí no para escupir, sino para verter los restos de vino de las copas antes de pasar al siguiente, lo que a tenor de las miradas sonrientemente silenciosas y cómplices de las señoritas que atienden el evento sirviendo el vino, no es lo apropiado para una ocasión que, lejos de ser una cata técnica de expertos, es un coloquio entre aficionados donde el escupir no es oportuno, o al menos, a mí no me lo ha parecido, así que intento mirar para otro lado.

Ábrego 2007 (Bodegas Calar)

De la misma bodega que el anterior, con menos cuerpo, más delicado y suave, y a mitad de precio que su hermano mayor. Para mi gusto, el ganador en cuanto a vino cotidiano y todoterreno.

Durón 2006 (Bodegas Durón)
Me hacen gracia las metáforas que usa la oradora para describir la nariz de este Ribera del Duero de la Cofradía de Solar de Samaniego: Olor “a puro” y “a piedras de silex que se frotan.” A mí me parece dulzón, algo corto, suave y con recuerdos a regaliz, y un poco demasiado astringente al final.

Valcabada R 2006 (Bodegas Solar de Samaniego)

Me gustan sus lágrimas y su sorprendente suavidad. Muy equilibrado. Clásico. Rioja.


Cóctel

Una vez terminada la cata presentación, se sirve, como es costumbre en estos actos, un cóctel variado y rico. Quesos, embutidos, ahumados… Yo me quedo, para acompañarlo, con el Calar del Río Mundo, mientras los “okupas” que no paran de moverse de un lado para otro haciendo vida social invaden con cada vez menos contemplaciones mi espacio vital. Hasta que sucede lo previsible. En una acometida para capturar un pincho, uno de ellos le da un embate a mi copa, poniéndome de vino hasta las cejas. Mala suerte adicional, porque vengo del trabajo de traje blanco de lino de verano. Me ofrece un “¿Qué ha pasado?” a modo de disculpa, mientras yo, a duras penas, mantengo a raya a mi Mr. Hyde que parece haberse espabilado de golpe. Sin una palabra más, una vez pasada su sorpresa y mi abarrunto, me ofrece en silencio un bote de Adiós Vino, quitamanchas para vino tinto de efectos fulminantes, que más o menos parece que enmienda el entuerto con la esmerada ayuda de la señorita que nos había atendido durante la cata. Ya veremos cuando me vuelva a poner el traje.


Epílogo

Volviendo a lo realmente importante, los vinos de hoy, cada vez más convencido suscribo que no hay vinos grandes ni vinos pequeños, sino que, como con las personas, en cada uno de ellos encontramos cosas diferentes que nos provocan sensaciones y emociones diferentes. De eso se trata, de cruzarnos con ellos, de compartir lo que son, en la ocasión adecuada, de permitirles, ejerciendo el maravilloso y escaso don de la oportunidad, que nos den lo mejor de ellos mismos en el mejor momento posible.

Para terminar, aquí dejo otra de las palabras que he aprendido en esta jornada y que me gusta, una que jamás había oído y que, estoy seguro, ya no olvidaré nunca: “Caudalía”, el tiempo de permanencia en boca de un sabor o sensación.






No hay comentarios:

Publicar un comentario