(y dos razones más)
XIV Salón de los mejores vinos de España, Guía Peñín 2014
Museo del Ferrocarril de Madrid. Estación
de Delicias, Madrid 10/10/13
Introducción: El “marinerito”
“El "marinerito" era un aprendiz o ayudante que tenía mi
padre cuando trabajaba en la Unión Electra Madrid. Le llamaban así porque había hecho la mili en La Marina. Yo
tenía unos ocho años, así que mi hermana me decía
que esperase al marinerito a la salida del trabajo y que le acompañara hasta el
metro (que estaba bastante lejos), dándole la tabarra durante todo el camino pidiéndole
una peseta. Pero no era una peseta lo que me daba, pues por aquel entonces era
bastante dinerito para un niño tan pequeño, sino algunos céntimos que luego nos gastábamos
en pipas.”
El Efecto Postguerra Civil Española
Siempre que me planteo asistir a una
exposición enológica, en la que las bodegas presentan sus productos en mesas
por las que los visitantes van pasando copa en ristre, esperando para conversar
unos minutos con el responsable mientras catan los vinos de pie, me atenaza la
angustia vital de tener que vivir una vez más lo que yo denomino Efecto Postguerra Civil Española.
Mis padres, que no vivieron la
guerra, pero sí la postguerra (nacieron en el 37 y el 38, respectivamente) y
mis abuelos, que vivieron ambas de pleno, pasaron hambre. Pero no hambre de no
comer un día, o dos, o hambre de hacer una dieta de adelgazamiento para
quitarse un montón de kilos acumulados por haber comido demasiado durante
demasiado tiempo, sino hambre de pasar hambre, hambre de verdad, continua,
interminable, día tras día, hambre sin esperanza de cambio. Hambre canina,
feroz, desgarradora del ánimo, de las entrañas, del cuerpo entero y hasta del
espíritu. Hambre atroz, imposible de aplacar, irresoluble. Hambre desesperada,
hambre de llantos sin fuerza de hijos y hambre de lloros rabiosos de padres.
Hambre de verdad. O gazuza, como
la llama mi padre.
Cuando era niño, mi padre, gran
cuentacuentos y conversador incansable, me contaba historias espeluznantes del
hambre que pasaron ellos, sin comprender (como niños que eran) y la que
seguramente pasaron sus padres (como adultos) comprendiendo plenamente, pero
sin decírselo a ellos. Y también, empleando a fondo todo el sentido del humor
que tiene la fortuna de poseer, casi divertidas historias del modo en que él y
sus dos hermanos mayores se las ventilaban para dar esquinazo, de vez en
cuando, al hambre, con estrategias que yo, afortunadamente, no hubiera podido
imaginar. Y no podía porque yo, a diferencia de mis padres, nunca he pasado
hambre, ni un solo día de mis cincuenta años de vida. Por ello, tuve que dejar
de ser niño para ser capaz de comprender el significado de una frase que ambos utilizaban
a menudo, y que me espetaban con un gesto de rabia mal contenida cuando yo, de
niño, no quería comer algo o me dejaba alguna traza de comida en el plato:
“¡Lástima de hambre!”
Todo lo vi claro con el tiempo,
entendí lo que sufrieron y también sus esfuerzos para evitar que sus hijos lo
sufrieran también, y entendí que, con todo lo que les costaba ganar el pan y lo
que habían pasado ellos por no tenerlo, se enfadaran y me obligaran a comer
hasta el último bocado, tanto si me gustaba como si no.
Desde entonces puedo decir que no
hay alimento que no me guste, que rechace o que sea incapaz de comer. Por
supuesto, tengo mis gustos y preferencias, y si puedo elegir, hay alguna cosa
que descarto, pero no recuerdo nada que me haya negado a comer si tenía que
hacerlo. Y desde entonces también, por los recuerdos del hambre que pasaron mis
padres y los suyos, siempre que puedo intento evitar hacer cola
para comer.
No me refiero a tener que esperar
para comer (si estoy sentado en un restaurante, no hay ningún problema por
esperar un tiempo razonable a que me atiendan y vayan llegando los platos),
sino a hacer cola para que me den de
comer, como tenían que hacer mis padres y los suyos; ellos, cartilla de
racionamiento en mano, detrás de alguien con hambre, delante de alguien que
quizá tenía más hambre aún; yo, con un hambre que no es hambre, que sólo se
llama hambre porque ya han pasado varias horas desde la última vez que se sació.
Y eso, visto desde mi posición más que privilegiada en una vida privilegiada en
el mundo privilegiado en el que he tenido el privilegio de nacer y de vivir, me
entristece profundamente.
Métodos de selección de catas
Como una extensión particular de
lo mencionado anteriormente, siempre que asisto a una exposición enológica,
intento evitar, en la medida de lo posible, hacer cola ante las mesas de las
bodegas para que me den a probar sus vinos. Pero mis razones emocionales no son
lo único que me impulsa a rehuir las colas; también está la cuestión de la
optimización del tiempo, porque dado el poquísimo de que suelo disponer, tengo que
aprovecharlo al máximo, y evitar perder demasiado esperando por un vino en
particular.
El Salón de los mejores vinos de España, de la Guía Peñín, es un caso
típico. Cada año reúne más de un centenar de bodegas y cientos de vinos para
catar (162 y 400 este año, respectivamente) entre los cuales hay unas pocas decenas,
o unidades, por las que una parte del total del público asistente (3200
personas en las diez horas que duró el evento) aguanta colas interminables, con
su copa en la mano, para conseguir unas migajas (o más precisamente, unas gotitas)
del mejor vino de la famosa bodega en cuestión, o de al que más puntos le han
dado, o del más conocido o, mejor aún, del más caro.
Se dice que quien algo quiere
algo le cuesta, y me dirán, seguramente, que si quiero probar un vino muy
demandado (por su calidad, por su nombre o por su precio) tendré que aguantarme
y esperar mi turno hasta que me toque la dosis correspondiente; y tendrá razón
quien me lo diga, seguramente. Pero, para mí, beber un vino es lo que para mi
padre era comer: una suerte, y como tal, a todos los valoro de la misma manera.
De este modo, elijo los vinos que voy a catar según una escala que nada tiene
que ver ni con su nombre, ni con su precio, ni con sus puntos, y que se resume
en los siguientes tres métodos de selección:
1. La disponibilidad
El sistema más evidente y
sencillo es pararme en las mesas donde menos personas haya catando o esperando para
catar. El hecho de que una mesa tenga poco público es meramente circunstancial,
ya que un momento antes u otro después la situación puede hallarse en el extremo
opuesto, así que camino entre las mesas y me paro a golpe de vista,
aprovechando ese momento preciso de disponibilidad.
Y como estamos en el Salón de los mejores vinos de España,
sean poco conocidos o mucho, buenos o más buenos o buenísimos, todos los vinos
que me voy a encontrar serán algo que merezca la pena conocer. O recordar,
porque tampoco me importa si ya he probado alguno, pues cada año se presentan
las nuevas añadas que, en muchos casos, implican vinos totalmente nuevos que
poco o nada tienen que ver con los de la añada anterior; además, el vino
siempre cambia de una ocasión a otra, evoluciona con el tiempo y es diferente
según el momento en que se toma, con lo que todos serán, de algún modo,
novedades a descubrir.
Aplicando este sistema, tuve
ocasión de probar los siguientes vinos:
Bodega en Toro, y lo creí porque
me lo dijo quien me ofreció su vino.
Un vino que yo no conocía y que
me atrajo desde el primer instante. Fue la primera mirada que me cruce al
llegar, las primeras palabras que intercambié, el primer vino que probé. Poderoso
y elegante a un tiempo, es Toro porque lo pone en la etiqueta, un Toro de los
que más me gustan, poseedor de una distinción exquisita que me hace pensar en
francés, un Toro de los que me despistan con su mirada intensa.
Bodega española con enología de
origen bordelés, lo cual se deja ver en la finura, concentración y elegancia,
al mismo tiempo, de sus vinos.
Tenía muchas ganas de conocer a
María. Desde que hace años oí hablar de ella, siempre deseé sentarme con ella y
escuchar lo que me tuviera que contar, pero hasta ahora nunca habíamos
coincidido, más porque sólo se elabora cuando la calidad de la añada,
extraordinaria, lo permite. Aquí ocurrió el encuentro, y por fin me pudo hablar
del origen de su familia, de la razón de llevar ese nombre, del porqué de ser profundo,
concentrado, balsámico, chocolateado, táctil. Y resultó que sólo había un
motivo, indiscutible, inmenso: por amor a una mujer.
Paydos 2010, D.O. Toro
Otra razón de amor: El nombre que
su hijo Pedro eligió para este vino, compuesto por sus iniciales (PAY) y su
número favorito (DOS). Muy afrutado y especiado, suave y ligero en la boca a
pesar de sus muchos grados (15,5) y, como hijo de su madre, denso y lleno de
matices balsámicos que incitan a inspirar profundamente al terminar el trago.
Producen una amplia gama de vinos,
para todos los gustos y bolsillos. En este salón ofrecían los siguientes:
Frutal, ligero, rico, muy fácil
de beber, sin pensar en nada, sólo sintiendo que te acompaña, en silencio.
Viña Sastre Pago de Santa Cruz 2010
Producido con una partida de uvas
del pago de Santa Cruz, es muy intenso en la nariz, potente, largo, cremoso,
con un cuerpo amplio que exige beberlo despacio y a una temperatura más baja de
lo que suele recomendarse para este tipo de tintos.
Los conocí hace unos pocos meses,
pero ya de inmediato sus vinos pasaron a formar parte de mi reducida lista de
fidelidad sin condiciones. Una bodega con una amplia variedad de productos y
una importante producción (unas 500.000 botellas al año) pero que aplica a cada una
de ellas la misma filosofía de calidad y excelencia.
Intenso al respirar, perfume
limpio, envolvente como abrazos, lácteo, perdura en la boca como su recuerdo en
la memoria.
Viña Pedrosa Reserva 2010 (muestra de nueva añada)
Leve en nariz, necesita tiempo
para respirar. Concentrado, denso, frescura cítrica, algo amargoso al terminar,
sin que ello distraiga de la contemplación de su elegancia.
Pérez Pascuas Gran reserva 2006
Aroma dulzón, en los labios
lácteo y cremoso, equilibrado y complejo, un espíritu joven que se niega a
envejecer.
Una incuestionable razón que me
lleva hasta un vino es que alguien de confianza me lo recomiende. Cuando
alguien que conozco me recomienda un vino, lo busco y lo pruebo. Por supuesto,
si su nivel económico enológico (lo que puede o quiere gastarse en vino) es muy
superior al mío, necesariamente debo declinar su propuesta, mal que me pese. (Tengo
un amigo que siempre me recomienda probar, entre otros, Château Petrus, Lafite o Latour, ante lo cual no me queda otra
que agradecerle la sugerencia, rogarle que me avise para acompañarle cuando los
vaya a probar él o jugar a la lotería y esperar resultados.)
En este XIV Salón de los mejores vinos de España tuve la fortuna de contar
con las propuestas (y lo que es mejor aún, la compañía) de alguien a quien
aprecio y cuya opinión y experiencia admiro y respeto profundamente: Josu
López, de Garnata, vino y maridaje.
No había hecho más que llegar y
catar el primer vino, cuando noté una mano cálida en el hombro. Al volverme me
encontré con el afable rostro barbudo de Josu quien, acompañado por su mujer, Olivia,
había pasado la jornada en el Museo del Ferrocarril. Ya volvían a casa, pero al
verme habían dado marcha atrás para saludarme. Tras charlar unos minutos y sin
más dilación, comenzamos un pequeño recorrido que nos llevó a probar juntos los
vinos que a él, hombre versado y de buen gusto, más le habían gustado.
Los vinos que Josu me recomendó,
y que él tuvo a bien volver a catar conmigo, fueron los siguientes:
Bodega ya conocida y no por eso,
o precisamente por eso, dejó de proporcionarme nuevas y gratas sensaciones.
Viognier, Roussanne y Marsanne. Vino
fresco, de cuerpo amplio y sabor ácido, a frutas tropicales, que perdura
largamente en la boca. Un vino que se permite tanto acompañar una buena comida
como ir solo por la vida.
Clos D’Agon tinto 2010
Cabernet Sauvignon, Merlot, Syrah
y Monastrell. Concentrado, sabroso, explosivo, pide tomarlo solo, para que la
comida no se sienta sobrecogida por tamaña potencia. Solo, pero acompañado, de
poder ser.
Un clásico del Priorat, que
conocía de nombre pero que nunca había tenido ocasión de probar. Unos minutos
sumamente cálidos de la mano (ya cansada) de quién nos ofreció sus vinos de Cariñena
y Garnacha.
Con un cuerpo ligero sorprende la
intensidad de su frescura y, al mismo tiempo, la suavidad que manifiesta,
elegantemente, cuando se empieza a beber. Muy frutal, con apuntes minerales y
especiados, redondo.
Ferrer Bobet Selecció Especial Vinyes Velles 2010
Suavidad, tersura, terciopelo
hecho vino, delicadeza, elegancia, un paso ligero y, a la vez, pleno de un
contenido que se eterniza…
Bodega establecida por Raúl Bobet
en el Pirineo catalán, donde se producen vinos de viñas propias fermentados en
lagares de piedra del siglo XII.
Talarn es el nombre del pueblo donde se ubican los viñedos. Este
tinto de Syrah es suave, lleno de violetas y fruta ácida, muy agradable y de
trago fácil.
Quest significa “mezcla”, y a ello se refiere por ser un coupage de diferentes variedades (Cabernet
Sauvignon, Cabernet Franc y Petit Verdot). Vino intenso y juvenil, herbal,
largo, con una suavidad que invita a beber sin más.
Taleia significa “obsesión”, y hace referencia, en palabras de Josu,
“a la obsesión del dueño de esta bodega por tener un blanco así como ése”. Sauvignon
Blanc y Sémillon. Muy afrutado y fresco, persistente, redondeado con matices de
vainilla, minerales y especiados.
De inmediato me llamó la atención
la seriedad del hombre y la sonrisa de la mujer que atendían la mesa. Luego
supe que eran Enrique y Elisa, y que ambos se habían embarcado en el proyecto
de hacer un vino único, a una altitud atípica (600-750 metros) en una latitud
extrema para la Garnacha, en una zona tan clásica como es Navarra. Y mientras
Enrique me ofrecía información técnica del producto, Elisa compartía entre
sonrisas las anécdotas, vicisitudes y emociones de su Proyecto de Vida en San
Martín de Unx.
De esos vinos en que uno se cree
lo que dice la etiqueta porque no tendría sentido poner ahí una mentira, la
confusión total del catador en una cata ciega. Pero es que probar este vino y
ubicarlo en Navarra (que no sé dónde lo ubicaría yo, quizá en Burdeos) es algo que
se hace muy difícil. Garnacha Negra de cepas viejas, es denso, profundo,
oscuro, mineral, muy persistente, sedoso, especiado, elegante, con recuerdos a
un cremoso café con leche (tostados y lácteos).
Josu me miraba, sonriendo,
sabedor del desconcierto que yo estaba sintiendo por dentro, el mismo que
seguramente había experimentado él un rato antes. “Y ahora, verás el otro.”
Lo mismo que El Terroir, pero
más. Más intenso, más profundo, más complejo, más suave, más tranquilo, más
largo, más emocionante… Como si fuera la misma persona en dos momentos diferentes
de su esplendorosa madurez… No hicieron falta palabras entre Josu y yo para
saber por qué me había llevado hasta allí, y lo que ello había supuesto para
mí.
3. La personalización
Es toda una experiencia, emotiva
y gratificante, catar unos vinos ofrecidos por quien los ha creado. Más cuando
se trata de alguien conocido, más aún cuando se trata de un amigo. Por ello,
siempre acudiré a ver a un amigo bodeguero que esté presente como expositor. No
importa que ya conozca sus vinos, o que nos hayamos visto en una ocasión
reciente, allí acudo para verle y probarlos una vez más junto a él.
Fue la última recomendación de
Josu antes de despedirnos y, en este caso, doblemente agradable, pues, como
digo, ya conocía de hace tiempo a Alfredo Arribas y su trabajo en el Portal del
Priorat.
Apenas había luz cuando llegamos
a su mesa. Ya cerca de las nueve, el día había caído y la luz artificial en el
Museo del Ferrocarril era más que escasa, de modo que podríamos decir que la
cata de los vinos del Portal del Priorat se llevó, si no a ciegas, sí a
oscuras. Pero no importaba…
“Ya te empezaba a echar de menos.
No sabía cuando vendrías…”
Gotes del Montsant 2012
Alfredo posee diferentes Trossos
(parcelas de terreno con viñedos) en los lindantes Montsant y Priorat, y sus
vinos se ubican dentro de una de esas denominaciones en función de las
decisiones que toma cada año para producir lo mejor que sus uvas pueden ofrecer
en cada momento. Por ejemplo, el primer vino que me ofreció, un viejo conocido
mío que siempre estuvo dentro de la D.O. Priorat, este año lo ha producido en
la D.O. Montsant.
El más fresco y divertido
desenfadado vino del Portal, lo que no significa que adolezca de la seriedad
característica que poseen todos los vinos de Alfredo. Cariñena y Garnacha. Juvenil,
divertido, muy fresco y noble como un niño, perfumado y floral, es un vino que
armonizará con cualquier comida y con cualquier ocasión, ya sea una reunión de
amigos, una cena romántica o una velada en soledad frente a la televisión.
Trossos Tros Negre 2009 y 2010
Fino, elegante Garnacha, discreto
hasta que se desviste, una explosión inesperada de sutileza y armonía con todo
lo que le rodea, incluido a quien miras mientras lo bebe, mientras lo bebes.
Un vino blanco glicérico y
perfumado, de masaje, como un aceite de esos esenciales, para tocarse el cuerpo,
con el que la relajación no es más que la excusa que permite pasar, nada
relajados, a mayores. Maravilla absoluta de Garnacha Blanca.
Tros de Clos 2011
Vino elaborado con Cariñena de un
pequeño viñedo centenario plantado en 1911. Un vino fresco, profundamente mineral,
lleno de insinuaciones de flores y suaves cítricos, delicado, sensual y
elegante como un vestido de seda negra tirado en el suelo.
El vino que te habla sin tapujos
cuando ya te has despedido, cuando te has marchado, cuando ya no lo tienes
delante y lo que más te queda es su recuerdo imborrable, persistente,
interminable. Lágrimas de Cariñena, Syrah y Garnacha.
Epílogo: El tren de Arganda
“A Madrid llegaba un tren procedente del Este, el tren de Arganda
(porque venía o pasaba por este pueblo de Madrid) que viajaba muy despacio (le
llamaban el "tren de Argada, que pita más que anda") en el que los
estraperlistas traían ricos panes de harina blanca, los "chuscos",
entre otros productos. Al llegar a la estación del Niño Jesús (o de O´Donnell)
paraba para que le señalaran la vía por la que entrar, momento en que los
estraperlistas tiraban por las ventanillas los sacos con el estraperlo a los
compinches que les esperaban. Algunas veces les esperaban emboscados la Guardia
Civil (que entonces no eran como los de ahora) y entonces empezaban las
carreras, y cuando algún saco se rompía allí estábamos los chavales, también
ocultos, para coger algún panecillo de los que se desparramaban al romperse el
saco. También íbamos a coger melones y comer alguno in situ, a los campos que
hoy ocupa el barrio de Moratalaz. Nunca en casa nos regañaban cuando llegábamos
con algún "chusco" o algún melón, aunque sabían de donde procedían…”